Estoy sentada en la butaca que utilizaba mi padre. Entre los huecos de la persiana se traza el halo de luz que permite que vea la estancia que me devuelve a mi infancia. Ya no queda casi nada de eso que conocí, ni siquiera un pequeño recuerdo de esas voces que resonaban en mi hogar. Ya no existe nada salvo los muebles y la música que me retrotrae a hace veinte años cuando en el mismo lugar esperé durante un año a ver la evolución de mi padre. No pudo ser y le acompañé a morir. Tras él pude ver como un trozo de mi se iba también y nada volvió a ser igual.
Hoy estoy al lado de mi nonagenaria madre. Esos acordes me hacen enjugar lágrimas de dolor porque se van yendo lentamente las personas que tuve cerca y no sé cuánto tiempo le queda, verdaderamente. Veo también cómo gente de mi edad parte pronto y me da vértigo no saber hacia adónde voy. Quizá es el final o lo mejor de lo que me queda, pero me da miedo porque la vida me resulta corta y somos tan frágiles. La veo dormir y suspiro con la poca paz que tengo cuando cierro los ojos.
Otros días me pregunto qué habrán sentido esos padres que no tuvieron la suerte de los míos; qué sienten las personas que yacen solas esperando la muerte al lado de desconocidos. ¡Qué solos se quedan los vivos!
Los suyos ya no ven pero eso me es familiar porque mis niños perdieron la vista. Es curioso cómo tras una tragedia el alma se acostumbra a sufrir y enseñas a los demás a no hacerlo. Queda la intuición de lo que hubo y me siento una privilegiada cuando de nuevo abro los ojos y puedo mirar y ver. Veo que han pasado veinte años y la vida conmigo y ahora me pregunto quién estará en la butaca cuando yo me esté yendo. Perdemos el tiempo demasiadas veces y lo único que reconocemos es el amor por los que tenemos al lado. Quizá se pueda amar para siempre aunque no volvamos a ver más a esa persona con la que nos veíamos paseando de la mano con el pelo cano.
La vida son tres ratos y dos han pasado. Carpe Díem, dicen los que saben.