El doctor José Ramón Alonso nos invita a compartir este documento: Comunicación en el síndrome de enclaustramiento
«Johnny cogió su fusil» es una novela antibelicista escrita en 1938 por el novelista estadounidense Dalton Trumbo de la que se hicieron posteriormente adaptaciones para la radio, el teatro y el cine. El argumento es la vida de Joe Bonham, un joven soldado estadounidense que sirve en la Primera Guerra Mundial y se despierta en la cama de un hospital tras haber sido alcanzado por la metralla de un proyectil de artillería. Poco a poco se da cuenta de que ha perdido los brazos, las piernas y toda la cara (incluidos los ojos, las orejas, la nariz, los dientes y la lengua), pero que su mente funciona perfectamente, lo que le deja prisionero en su propio cuerpo.
Joe intenta suicidarse por asfixia, pero descubre que le han practicado una traqueotomía que no se puede quitar ni controlar. Decide entonces que quiere que lo metan en un ataúd de cristal y recorrer el país para mostrar a la gente los verdaderos resultados de la guerra. Tras meses de golpearse la cabeza contra la almohada en código Morse, Joe consigue comunicárselo a los militares. Sin embargo, se da cuenta de que no aceptarán su petición, ni pondrán fin a su miseria aplicándole la eutanasia, ya que va «en contra de las normas». Vivirá el resto de su vida en ese estado.

El síndrome de enclaustramiento (SdE) es un trastorno real, aunque afortunadamente raro. El motivo suele ser un daño en el puente troncoencefálico que puede ser causado por una infección, un ictus, un tumor, una sustancia tóxica o una enfermedad neurodegenerativa. Se caracteriza por la parálisis de los músculos voluntarios, excepto normalmente los que controlan los movimientos verticales del ojo (arriba y abajo). Las personas con síndrome de enclaustramiento están conscientes, alerta y tienen sus capacidades cognitivas habituales (pensar y razonar), pero son incapaces de mostrar expresiones faciales, hablar o moverse. Al contrario que Joe Bonham, las personas con SdE no pueden normalmente mover la cabeza y suelen comunicarse mediante movimientos oculares intencionados, el parpadeo o ambos.

La esclerosis lateral amiotrófica (ELA) es un trastorno neurodegenerativo devastador que conduce a la pérdida progresiva de la función muscular voluntaria del cuerpo. A medida que el trastorno progresa, la persona afectada pierde la capacidad de respirar debido a la parálisis del diafragma.
Al empezar a usar la ventilación artificial y con parálisis de los músculos de la cara y la boca, en la mayoría de los casos el individuo ya no puede hablar y pasa a depender de dispositivos de comunicación asistida y aumentativa. El problema es que a veces también pierden el control muscular del movimiento de los ojos y entonces cesa esa mínima pero importante capacidad de comunicación.
Una vez que la persona afectada pierde este control para comunicarse de forma fiable o ya no puede abrir los ojos voluntariamente, ninguna tecnología había proporcionado comunicación voluntaria en este estado de enclaustramiento total.
Nuestro protagonista es un alemán anónimo de treinta y tantos años y al que se le diagnosticó por primera vez atrofia muscular progresiva, una variante de la ELA, en agosto de 2015. El avance de la enfermedad fue rápido. Incapaz de andar o hablar a finales de ese mismo año, utilizaba un sistema de seguimiento ocular para comunicarse.
A partir de agosto de 2017, el paciente perdió la capacidad de fijar la mirada. Previendo que acabaría perdiendo incluso la capacidad de abrir los ojos, la familia del paciente se puso en contacto con los doctores Ujwal Chaudhary y Niels Birbaumer, investigadores de la Universidad de Tubinga. La propuesta fue intentar un nuevo tipo de interfaz cerebro-ordenador, un par de grupos de electrodos que captaran la actividad neuronal y sirvieran para comunicarse. Los familiares legalmente responsables dieron su consentimiento informado por escrito para la implantación, de acuerdo con los procedimientos establecidos por las autoridades reguladoras.
En junio de 2018, a medida que se deterioraba el último control muscular que le quedaba al paciente, el equipo lo trasladó a un hospital cercano a su casa, donde se le implantaron dos conjuntos de microelectrodos en la corteza motora.
Para el paciente, la cirugía cerebral representó sólo el primer paso de un agotador viaje hacia la recuperación de su comunicación. En ese momento, no estaba claro si aquello funcionaría. Varios estudios anteriores habían rastreado la capacidad de los pacientes con síndrome de enclaustramiento para comunicarse con interfaces cerebro-ordenador. Sin embargo, ningún paciente había logrado antes comunicarse una vez que progresaban a una fase SdE completo con pérdida de control sobre los movimientos oculares.
Los investigadores habían planteado la hipótesis de que, una vez perdido todo movimiento físico, también se perderían las señales neuronales que permiten el movimiento, lo que imposibilitaría la comunicación basada en la actividad cerebral. Un día después del implante, el paciente empezó a esforzarse por demostrar que esa teoría era errónea.