Miguel Díez R. El Viejo Profesor 

España es el país del Romancero. El extraño que recorre la Península debe traer en su maleta, según consejo de cierto viajero entendido, un Romancero y un Quijote, si quiere sentir y comprender bien el país que visita.

Ramón Menéndez Pidal

Se designa con el nombre de Romancero el conjunto de romances surgidos a partir del siglo XIV. La palabra romance en un principio servía para designar a la lengua vulgar frente al latín de la que derivaba, acepción que aún se mantiene en la actualidad. En los siglos XIII y XIV se aplica a diferentes textos, pero va limitándose progresivamente a unas composiciones literarias muy concretas, de extensión breve y de carácter épico o épico-lírico, compuestas anónimamente y que los juglares cantaban o recitaban delante del pueblo al son de un instrumento que acompañaba al texto con breves y monótonas notas. En su forma más popular los romances están formados por un número indefinido de versos octosílabos con la misma rima asonante en los pares, mientras quedan libres los impares.

Según la teoría más admitida, los romances más antiguos procedían de ciertos fragmentos de los cantares de gesta, especialmente atractivos para el pueblo, que los retenía en la memoria y después de cierto tiempo, desgajados del cantar, cobraban vida independiente y eran cantados o recitados como composiciones autónomas con ciertas transformaciones. Los oyentes se hacían repetir el pasaje más atractivo del poema que les cantaba o recitaba el cantor o el rapsoda; lo aprendían de memoria y al cantarlos ellos, a su vez los popularizaban, formando con esos pocos versos un canto aparte, independiente: un romance. A estos romances se les denomina épico-tradicionales.

Más tarde, los juglares, dándose cuenta del éxito de los romances tradicionales, compusieron otros muchos, ya no desgajados de un cantar, sino inventados por ellos, algo más extensos y con una temática más amplia. Los autores, como ya he dicho, desaparecen en el anonimato, y la colectividad, plenamente identificada con aquellos textos, los canta, modifica y transmite. Éstos se conocen con el nombre de juglarescos.

Los profesores Felipe B. Pedraza Jiménez y Milagros Rodríguez Cáceres lo sintetizan así de claro: 

Los romances tradicionales se caracterizan por su brevedad e intensidad. La acción y la expresión de los afectos están muy concentradas. Son, en general, situaciones estallantes abordadas de forma directa e incluso brusca, prescindiendo de los pasos que han llevado a ellas y cuya enumeración podría diluir el interés del auditorio. Participan, en diferentes casos, de los tres géneros literarios establecidos por la preceptiva clásica: la ficción narrativa, los sentimientos y un conflicto próximo a lo dramático. El relato y el diálogo refuerzan esta característica.

En el reinado de los Reyes Católicos estos romances anónimos llamados viejos, que, en un principio, -ya lo he dicho- se difundían oralmente cantados por los juglares, entraron en la corte donde eran ejecutados con tonadas más elaboradas, compuestas por músicos cortesanos y, además, -muy importante- se fueron fijando por escrito. Desde comienzos del siglo XVI circularon escritos en pliegos sueltos hasta ser luego recogidos y publicados en extensos cancioneros de romances, como el de 1550 (hubo una primera edición hacia 1545) o el Romancero general de 1600, recopilados por poetas cultos y eruditos. También se han conservado en la tradición oral moderna y por tanto con nuevas y continuas y numerosas variantes, en la Península, Hispanoamérica y las comunidades judeo-sefardíes.

La fecundidad y el éxito que tuvo el Romancero Viejo de los siglos XV y XVI, hicieron que se bifurcase en una doble dirección. A partir del siglo XVI hasta finales del XVII, muchos poetas cultos —Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, etc.— componen también romances, llamados nuevos o artísticos, que amplían y renuevan el contenido temático y los recursos formales de los viejos romances, pero naturalmente estos “nuevos romances” presentan las características propias de la literatura culta: una marcada voluntad de estilo y mayor artificio literario. Es decir, una forma literaria cuidada y específica, esa y no otra, creada por un autor con nombres y apellidos, y que por lo tanto no puede modificarse, además de la mayor libertad en cuanto a los temas y, desde luego, la transmisión por escrito. Durante el Romanticismo y en los siglos XIX y XX se conocerá una nueva floración de este tipo de romances cultos, como los pertenecientes, entre otros muchos autores, al Duque de Rivas, Zorrilla, Antonio Machado, Unamuno, Gerardo Diego, García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, etc.

La otra dirección es la de la propia tradición popular, pues los viejos romances siguieron transmitiéndose oralmente, y al mismo tiempo se fueron creando otros nuevos de tradición oral más reciente.

En palabras de José María Valverde, el Romancero es la columna vertebral de la historia de la poesía española y el profesor juan Luis Alborg apostilla: El Romancero constituye la poesía nacional española por excelencia: un “inmenso poema disperso y popular”, que representa una de esas pocas cumbres excelsas en la literatura de todos los países, capaces de llegar al alma de todo un pueblo sin distinción de clases ni de preparación intelectual.

Si quisiera recoger ahora romances viejos, necesitaría otro libro. En cualquier biblioteca o a precios muy asequibles tenéis estupendas antologías de nuestro romancero.

Solamente os propongo dos -más uno de regalo- pero sin ninguna duda, obras maestras -clásicas- no solo de la literatura hispánica sino de la universal. Los profesores de Literatura Española tienen la obligación de que sus alumnos, a edades adecuadas, aprendan de memoria, reciten en alta voz, personalmente o toda la clase al unísono, estos dos romances. Por supuesto que previamente el buen profesor les ha tenido que explicar todos los pormenores lingüísticos-literarios de estas joyas.

El infante Arnaldos

¡Quién hubiera tal ventura
sobre las aguas del mar
como hubo el infante Arnaldos
la mañana de San Juan!
Andando a buscar la caza
para su falcón cebar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar;
las velas trae de sedas,
la ejarcia de oro torzal,
áncoras tiene de plata,
tablas de fino coral.
Marinero que la guía,
diciendo viene un cantar,
que la mar ponía en calma,
los vientos hace amainar;
los peces que andan al hondo,
arriba los hace andar;
las aves que van volando,
al mástil vienen posar.
Allí habló el infante Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
—Por tu vida, el marinero,
dígasme ora ese cantar.
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
—Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va.

Se suelen distinguir dos tipos fundamentales de romances viejos: el romance-cuento, que desarrolla una acción relativamente extensa con antecedentes, nudo y desenlace, cercana al relato popular, y el romance-escena que se centra exclusivamente en una situación momentánea. Este último es el caso de los romances de “El infante Arnaldos” y “El prisionero”.

Una característica muy frecuente de los romances populares —precisamente de los romances-escena—es lo que se conoce como fragmentarismo. El romance se centra en un momento determinado de la acción que suele comenzar “in medias res”, “ex abrupto”, es decir, se entra directamente en materia prescindiendo de los preliminares o antecedentes porque son conocidos o porque no interesan. Pero, además, con bastante frecuencia, la narración se interrumpe bruscamente en el momento culminante sin que se conozca el desenlace. Es evidente que al cantor no le interesa lo más mínimo ni lo que pasó antes ni lo que pasará después; se trata tan sólo de quintaesenciar una situación aislada y particularmente intensa. En el caso del final “truncado”, el resultado puede ser de una increíble eficacia poética, al atrapar al oyente o lector en el misterio y la emoción, y hacerle participar con su propia imaginación, lanzada a una actividad creadora personal. Tiene mayor atractivo lo que se deja entrever que lo que realmente se dice. Es lo que en una frase de Menéndez Pidal, que ha hecho fortuna, se ha llamado “saber callar a tiempo”.

Un ejemplo muy conocido de este fenómeno es el final truncado, roto o súbito del romance de “El infante Arnaldos” que, precisamente en esta versión breve y fragmentada, alcanza verdadera categoría poética y dramática, y que se convierte en una de las joyas de nuestro Romancero por el sugerente clima de misterio y su perfecta estructura. Y aunque los finales en suspenso, a veces están ya en la versión primitiva; en otras ocasiones, como es el caso de nuestro romance, obedecen a un corte posterior dentro de un proceso de depuración.

El máximo estudioso de los romances españoles, Ramón Menéndez Pidal, a quien continuamente tengo presente en este estudio, explica magistralmente las curiosas vicisitudes de este romance hasta llegar a la versión canónica y definitiva, que, por cierto, ya aparece con la forma que presentamos —con mínimas variantes— en la primera edición del Cancionero de romances publicada en Amberes hacia el año 1545 y que fue la que vulgarizó el romance tal como hoy lo conocemos:

En ‘El infante Arnaldos’ es de notar que la misteriosa negativa del marinero, así como todos los elementos fantásticos descriptivos, es decir, todo lo que hace de este romance un modelo de balada universalmente admirado, son extraños a la versión originaria y fueron introducidos en varias refundiciones posteriores. El romance primitivo es narración completa de una aventura nada fantástica en que el infante Arnaldos es recogido en la galera por el marinero cantor, y devuelto a su patria, de la cual estaba ausente hacía mucho. En versiones sucesivas se ve patente el intento de varios recitadores para suprimir en diversas formas esa repatriación final, como no interesante. Un recitador tuvo la feliz idea de dar fin al romance en la respuesta esquiva del marinero, y este simple corte fue una verdadera creación poética con virtud para estimular la imaginación de muchos. Otro recitador añadió los versos de la descripción ideal de la galera. Otro, en fin, tomó de otro romance los dos versos que describen el poder sobrenatural del canto.

 Así, rehaciéndose en la imaginación de muchos recitadores, eliminando lo no interesante, añadiendo algo afortunado, el romance abandonó el terreno de la aventura ordinaria, para lanzarse a la encantadora región del simbolismo, donde Milá y Lockhart podían encontrar un hondo sentido místico, donde Longfellow percibía todo el misterioso encanto de los abismos del océano, y donde Berchet veía cifrada la más alta belleza de la poesía popular. El ‘Romance del infante Arnaldos’ no es, pues, obra de un vate divinamente inspirado, por cuya boca habla el pueblo, según pensaban los románticos; pero tampoco lo podemos atribuir, como quieren los críticos modernos, a un único autor sobre cuya creación el pueblo desarrolla un proceso deteriorante, sino que es obra de varios autores sucesivos, cuya parte respectiva no se puede apreciar aislada.

Todo sucede en la maravillosa mañana de San Juan en la que es posible cualquier prodigio. Además de la descripción de la fantástica galera construida con materiales preciosos, es notable el movimiento casi cinematográfico con que se describe el entorno de la nave en que viaja un inquietante marinero: la una y el otro son el centro en donde convergen todos los elementos dinámicos de la naturaleza —mar, vientos, peces y aves—, atraídos y dominados por el mágico poder de la misteriosa canción que viene cantando el marinero, como un nuevo Orfeo de significado cósmico. También el gran señor se siente atraído, y, autoritariamente, conmina al navegante a que se la diga de inmediato. Pero, como le responde el marinero, y no sin arrogancia, la revelación del mágico cantar exige el coraje de afrontar el riesgo de una aventura desconocida. Han sido olvidados, pues, los aspectos anecdóticos o novelescos, y todo el poema se concentra en el enfrentamiento dialógico de dos poderes: el del linaje y las armas frente al de la experiencia y la sabiduría.

Termino con esta recreación literaria de Azorín, por cierto, autor que en gracia a su limpieza y claridad literaria nunca debieron arrasarlo al olvido los injustos y, a veces triviales, vientos de la modernidad o postmodernidad más novedosa, que se carga de un plumazo todo lo que les suene a viejuno, como alguno de ellos dice. 

El tiempo y la historia, pondrán a todos en su sitio; y -perdón por este desahogo- vuelvo a mi querido y admirado Azorín:

El conde Arnaldos ha salido en la mañana de San Juan a dar un paseo por la dorada playa. Ante él se extiende el mar inmenso y azul… El conde ve avanzar una galera… Las velas son blancas: blancas como las redondas nubes que ruedan por el azul; blancas como las suaves espumas de las olas. En el bajel viene un marinero entonando una canción; su voz es llevada por el ligero viento hacia la playa. Es una voz que dice contentamiento, expansión, jovialidad, salud, esperanza. ¿Qué cuitas íntimas tiene el conde? ¿Por qué, al oír esta voz juvenil y vibrante, se queda absorto? Una honda correlación hay entre la luminosidad de la mañana, el azul del mar, la transparencia de los cielos y esta canción que entona al llegar a la costa quien viene acaso de remotas y extrañas tierras. —Por Dios te ruego, marinero, dígasme ora ese cantar —exclama el conde. Y el marinero replica: —Yo no digo esa canción sino a quien conmigo va. Nada más: aquí termina el romance. A quien conmigo va. ¿Dónde? ¿Hacia el mar infinito y proceloso? ¿Hacia los países de ensueño y de alucinación?.

El prisionero

Que por mayo era por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
¡dele Dios mal galardón!

El romance de El Infante Arnaldos, con su misterioso final, procede, como acabo de comentar, de poemas muy primitivos y más largos que han sido fragmentados en su evolución tradicional hasta conseguir “misteriosamente” la forma truncada, sumamente poética. Sin embargo, en el romance de “El prisionero” parece haberse dado el proceso inverso. Primero se dio la versión más corta, la canónica, la de mayor intensidad poética que ha llegado hasta nosotros, otra verdadera joya de los romances viejos, tal como aparece ya en el Cancionero general de 1511. Después irán apareciendo versiones más largas que destrozan la extrermada delicadez y sutileza de la esta versión, al añadirle burdas y o mediocres continuaciones.

El romance de “El prisionero” tiene forma de monólogo pues es la queja desesperada y directa del prisionero, su dolor sin intermediarios: un romance de un lirismo patético en el que la acción queda reducida al mínimo, al ser pura expresión de la intensa emoción del protagonista.

Comienza con la partícula que, sin otra función que dar entrada inmediatamente al romance y se abre con la ubicación temporal, en el mes de mayo. 

Desde El libro de Aleixandre, a mediados del siglo XIII, existía en la literatura castellana el “canto de mayo” en el que se describía cómo despertaba la naturaleza con la llegada de la primavera, y cómo las plantas, los pájaros y los jóvenes se entregan al juego del amor. Así, en la primera parte —la mitad justa del texto—, se describe ese mundo exterior perfectamente escalonado: la naturaleza (primavera, nacimiento de las plantas, flores), el mundo animal (calandria y ruiseñor) y el humano (los enamorados); es decir, la vida que estalla hermosa y floreciente en todas sus dimensiones y en todo su esplendor. 

El ruiseñor siempre ha sido un objeto poético, además de “personaje” enamoradizo, como la voz melodiosa del mundo florido y renaciente. Ya Teócrito le llamó “mensajero de la primavera”. Y es muy frecuente que aparezca junto a la calandria como cantantes de la pasión primaveral, como se puede ver en Berceo o en El Libro de Buen Amor: “El rosennor que canta por fina maestría, / siquiere la calandria que faz grand melodía”; “Chica es la calandria e chico el ruiseñor, / pero más dulce cantan que otra ave mayor”. 

Con la entrada del mes de mayo comenzaba “la estación del amor” que tenía su culmen el día de San Juan; así, el misterioso prisionero de este romance se lamenta de su aislamiento cuando los enamorados van a servir al amor. De los primeros escarceos amorosos o enamoramientos en la joven primavera —recordad que la palabra significa “primer verdor”—, con los calores de mayo se pasaba al verdadero amor, activo, como nos lo recuerda esta conocida canción popular: Entra mayo y sale abril / tan garridico le vi venir. / Entra mayo con sus flores, / sale abril con sus amores, / y los dulces amadores / comienzan a bien servir.

El aspecto melodioso del verso y la acumulación de la vocal abierta por excelencia, la a, parece simbolizar la alegre claridad de ese mundo tan bello y armonioso. También debéis de notar en esta primera parte la ausencia de adjetivos y la concentración de sustantivo para dar mayor rotundidad a la descripción de la armonía ambiental, así como la reiteración del tiempo verbal de presente que actualiza y vivifica la belleza de la naturaleza primaveral, frente al imperfecto del primer verso que confiere al romance la lejanía y distancia de los cuentos populares.

Pero esa primera parte se quiebra por la conjunción adversativa de tipo restrictivo sino yo, mediante la cual, y en acentuado contraste, el prisionero se queja con dolor y tristeza de la oscuridad y soledad de su encierro, al contemplarse a sí mismo como el único ser excluido del goce de tanta belleza y felicidad. Observad también el aspecto quebrado del ritmo de estos ocho versos en contraste con el carácter melódico de los de la primera parte. 

Además, la presencia de los adjetivos triste cuitado, los más importantes y casi en el centro mismo del poema, expresan con acierto los sentimientos del prisionero. Solamente el canto mañanero de un pajarillo le mantiene de algún modo unido a esa luminosa vida que fuera se prodiga tan generosamente, y se convierte en su única alegría y exclusivo consuelo. Cuando el ballestero mata a la avecilla, ese tenue hilo se rompe y el prisionero, hundido moralmente en un sentimiento de dolor y desesperación, maldice amargamente al causante de su mal.

Y, en fin, el eco de este bello romance resuena en esta cancioncilla de Rafael Alberti: 

Prisionero de León,

matáronte el avecica 

que te cantaba al albor.  

Libre, vendrá una mañana 

en que escuches tu avecica

cantando de rama en rama.

No se me olvida que os había prometido, como regalo, otro romance viejo.  Ahí va este, gracioso y tan alegre como las mañanitas de San Juancuando todos, anhelantes, dicen: amor, amor

La misa de amor

   En el siguiente y simpático romance la voz poética describe con todo lujo de detalles el vestido y maquillaje de su amada que entra radiante en mitad de la misa mayor, en la mágica mañana de San Juan, momento culminante de la estación del amor, según ya he comentadoPero, tanto como la hermosura de la dama, resaltan los “estragos” que, con una pequeña dosis de irreverente malicia, provoca su irrupción en la solemne y seria ceremonia litúrgico-religiosa: la envidia de las otras mujeres, el amor de los galanes, la confusión del cantor e, incluso, la del sacerdote celebrante. 

La escena remata con la graciosa equivocación de los monaguillos que convierten la ratificación litúrgica del amén, amén en la anhelante expresión erótica de amor, amor.

  Mañanita de San Juan,

mañanita de primor, 

cuando damas y galanes 

van a oír misa mayor. 

Allá va la mi señora,                                     

entre todas la mejor;

viste saya sobre saya, 

mantellín de tornasol, 

camisa con oro y perlas 

bordada en el cabezón. 

En la su boca muy linda 

lleva un poco de dulzor; 

en la su cara tan blanca, 

un poquito de arrebol, 

y en los sus ojuelos garzos 

lleva un poco de alcohol; 

así entraba por la iglesia 

relumbrando como el sol. 

Las damas mueren de envidia 

y los galanes de amor. 

El que cantaba en el coro, 

en el credo se perdió; 

el abad que dice misa, 

ha trocado la lección; 

monacillos que le ayudan, 

no aciertan responder, no,

por decir “amén, amén”, 

decían “amor, amor”.

Paso de largo, por motivos ya aclarados, del romancero viejo y me centro en dos romances populares nuevos, modernos.  

 Ya he comentado que los viejos romances, además de ser recogidos por escrito en numerosas recopilaciones de romanceros, siguieron transmitiéndose oralmente con sus correspondientes y continuas variaciones; y, lo que ahora más nos importa, se crearon otros nuevos de tradición oral más reciente. 

Estos últimos romances de nueva creación se caracterizan por tratar temas costumbristas y locales, casi siempre de ambiente campesino o rural, y por ser de sencilla invención. De entre estos romances modernos escojo los dos siguientes por el acierto de su composición y por la notable difusión que han tenido.

La loba parda

Estando yo en la mi choza
Pintando la mi cayada,
las cabrillas altas iban
y la luna rebajada;
mal barruntan las ovejas,
no paran en la majada.
Vide venir siete lobos
por una oscura cañada.
Venían echando suertes
cuál entrará en la majada:
le tocó a una loba vieja,
patituerta, cana y parda,
que tenía los colmillos
como puntas de navaja.
Dio tres vueltas al redil
y no pudo sacar nada;
a la otra vuelta que dio,
sacó la borrega blanca,
hija de la oveja churra,
nieta de la orejisana,
la que tenían mis amos
para el domingo de Pascua
.
—¡Aquí, mis siete cachorros,
aquí, perra trujillana, 
aquí, perro el de los hierros, 
a correr la loba parda!
Si me cobráis la borrega,
cenaréis leche y hogaza;
y si no me la cobráis,
cenaréis de mi cayada.
Los perros tras de la loba
las uñas se esmigajaban;
siete leguas la corrieron
por unas sierras muy agrias.
Al subir un cotarrito
la loba ya va cansada:
—Tomad, perros, la borrega,
sana y buena como estaba.
—No queremos la borrega
de tu boca alobadada,
que queremos tu pelleja
pa’el pastor una zamarra;
el rabo para correas,
para atacarse las bragas; 
de la cabeza un zurrón,
para meter las cucharas;
las tripas para vihuelas,
para que bailen las damas.

[En una versión de este romance, recogida por un alumno mío -allá por la década de los 60, en Tejerina, un pueblecito de la montaña del noreste leonés, muy ligado a la trashumancia- y que, tal vez, pueda considerarse uno de los últimos vestigios vivos, se observan numerosas variantes. Es un texto sin retocar, de llamativa rusticidad con un final “chusco” y los esperados vulgarismos, irregularidades métricas, etc., por lo que así conserva la espontaneidad, gracia y viveza de lo auténticamente popular: Estando yo en el mio chozuelo, / picando la mi cayada, / vide venir por sierras negras / una muy grande lobada. […] / —No queremos la borrega / de tu boca maltratada, / que queremos tu pellica / pa’l pastor una zamarra, / pa hacer un zurrón / pa guardar las cucharas, / los dientes pa azadones / pa escarbar las retamas, / los ojos pa candiles / pa ver cómo se acuestan las damas, / el rabo pa abanicos / pa abanicar las damas, / y el culo para que chupen / los mozos por la mañana.]

Nacido en la trashumancia y, por ella, llevado y traído, existen cientos de versiones de este romance de pura cepa rústica y pastoril. La que aquí presento es la “facticia” realizada por Menéndez Pidal, en 1928. 

Los pastores, a la llegada de la primavera, en ciclo anual, repetido durante siglos, conducían por las cañadas reales —y conducen todavía hoy— sus rebaños de ovejas, en busca de los pastos frescos del norte, desde Andalucía y Extremadura a la Cordillera Cantábrica y a las sierras de Soria. Allí pasaban el verano y, antes de que llegaran el mal tiempo y las nieves, volvían de nuevo a hacer la “invernada” en tierras meridionales. Se encuentra, pues, este romance ampliamente difundido en las dos vertientes de esta trashumancia y en las regiones por donde circulaban los rebaños o en tierras próximas —es decir, Extremadura, las dos Castillas y-especialmente- León, hasta el límite con Asturias y Galicia.

Al comienzo, se presenta la escena de un yo-pastor, que, en la alta noche, mientras pica su cayada, oye el rebullir de las ovejas en la majada, la cercanía

de los lobos, y cómo la loba más vieja de la manada se lleva a la mejor oveja del rebaño: “la que tenían mis amos / para el domingo de Ramos”.

Y, tras el azuzamiento del pastor a los perros, sigue la persecución de la loba y el diálogo entre ésta y sus perseguidores. 

La épica lucha de los pueblos indoeuropeos entre el pastor y el lobo se presenta aquí desdramatizada, en tono relajado y con ribetes de humor; y, sin embargo, esta estampa tan viva, tan deliciosa y auténticamente rústica —no fingida ni adornada— y costumbrista, se ha convertido en el más famoso y difundido de todos los romances pastoriles.

Los mozos de Monleón

Los mozos de Monleón
se fueron a arar temprano,
para ir a la corrida
y remudar con despacio.
Al hijo de la veñuda,16 
el menudo17 no le han dado.
—Al toro tengo de ir,
aunque lo busque prestado.
—Permita Dios si lo encuentras,
que te traigan en un carro,
las albarcas y el sombrero
de los siniestros18 colgando.
Se cogen los garrochones,
marchan las naves abajo,
preguntando por el toro,
y el toro ya está encerrado.
En el medio del camino,
al vaquero preguntaron:
—¿Qué tiempo tiene el toro?
—El toro tiene ocho años.
Muchachos, no entréis a él;
mirad que el toro es muy malo,
que la leche que mamó,
se la di yo por mi mano.
Se presentan en la plaza
cuatro mozos muy gallardos;
Manuel Sánchez llamó al toro;
nunca le hubiera llamado,
por el pico de una albarca
toda la plaza arrastrado;
cuando el toro lo dejó,
ya lo ha dejado muy malo.
—Compañeros, yo me muero,
amigos, yo estoy muy malo;
tres pañuelos tengo dentro,
y este que meto, son cuatro.
—Que llamen al confesor,
para que vaya a auxiliarlo.
No se pudo confesar,
porque estaba ya expirando.
Al rico de Monleón
le piden los bués19 y el carro,
para llevar a Manuel Sánchez,
que el torito le ha matado.
A la puerta la veñuda
arrecularon el carro.
—Aquí tenéis vuestro hijo
como lo habéis mandado.
Al ver a su hijo así,
para tras se ha desmayado.
A eso de los nueve meses
salió su madre bramando,
los vaqueriles arriba,
los vaqueriles abajo,
preguntando por el toro;
el toro ya está enterrado.

Es éste un romance popular salmantino muy extendido por toda la provincia y también por otras zonas de Castilla y León, e incluso por Andalucía. La más antigua e interesante de las versiones —la que aquí presento— es la recogida, a principios del siglo XX, con la música con que se cantaba, por un benemérito sacerdote de Salamanca, Dámaso Ledesma. 

Impresionado por este romance, García Lorca lo incluyó en su colección particular de Canciones populares antiguas y, hacia 1930, lo armonizó musicalmente, cambió algunos detalles de la letra y abrevió el final. “La Argentinita” fue la primera cantante que, acompañada al piano por el poeta, registró en disco “Los mozos de Monleón”, “La Argentinita”, famosa cantante y “bailaora”, fue amante del torero Ignacio Sánchez Mejías, el del Llanto… lorquiano -una de las más bellas composiciones poéticas de la lengua española-, y a ella dedicado en 1935: “A mi querida amiga, Encarnación López Júlvez” [La Argentinita].

El éxito de estas grabaciones, que incluían diez canciones, fue inmediato y dieron pie a numerosas versiones recreadas -en diferentes estilos- por importantes artistas, pero las interpretadas por La Argentinita y Lorca siguen siendo consideradas las versiones canónicas de estas piezas.

Monleón es un pueblo salmantino que, cercado de murallas y con un castillo medieval, se levanta sobre un cerro, y está situado en el sureste de la provincia, en una zona intermedia entre el campo y las Sierras de Francia y de Béjar. Parece ser que el romance parte de un hecho real acaecido a mediados del siglo XIX, durante la corrida de toros que tuvo lugar en la fiesta de algún lugar cercano a Monleón —se ha hablado de Monsergal, ermita próxima al pueblo—, y que se difundió, al principio, como un romance o cantar de ciego; pero, poco a poco, cambió el tono, se modificaron las expresiones típicas de aquellos cantares más vulgares y fue adecuándose a la brevedad, intensidad y síntesis dramático-narrativa de los romances tradicionales, transformándose así en una pequeña joya de arte popular.

Es un romance sobrio, intenso y bronco, tal vez el más impresionante y el más bello -en su escueto e intenso dramatismo- de los romances populares modernos, y especialmente apto para una recitación expresiva, lo que tengo personalmente comprobado en mis clases de los viejos e inolvidables BUP y COU. 

Destaca la rapidez y concisión narrativa y el acierto en las transiciones y diálogos. El hecho se narra en tercera persona, sin dar entrada a elementos subjetivos, y los diálogos —sin introducción, como es característico del Romancero— son los que crean la tensión dramática.

Tres son los protagonistas de esta “oscura tragedia ritual”: el mozo, su madre —la viuda— y el toro. Manuel Sánchez es el joven que quiere probar ante el pueblo su hombría en el rito iniciático de la lucha con el toro, animal totémico y muy importante en la literatura popular de la llamada “Iberia seca”, y en la vida y en las fiestas de tantos pueblos. La maldición de la madre seguramente no fue un elemento real del hecho que dio lugar al nacimiento del poema, sino más bien una aportación estrictamente literaria añadida para enriquecer poéticamente el romance.

El final, los seis últimos versos, que no aparecen en algunas versiones, es inquietante, al romper el realismo anterior con esta escena tan sorpresiva por surrealista, aunque narrada escuetamente y con el mismo tono realista que el resto del romance: la madre, que, por su maldición, se creyó causante de la muerte del hijo, después de nueve meses “aletargada” —como el tiempo que lo tuvo en sus entrañas—, sale enloquecida, bramando, en busca del animal asesino, pero el toro ya está enterrado.

Termino este fugaz recorrido por el romancero popular y tradicional español con el siguiente texto de Azorín:

Romances, viejos romances, centenarios romances, romances populares: ¿quién os ha compuesto? ¿De qué cerebro habéis salido y qué corazones habéis aliviado en tanto que la voz os cantaba? Los romances evocan en nuestro espíritu el recuerdo de las viejas ciudades castellanas, de las callejuelas, de los caserones, de las anchas estancias con tapices, de los jardines con cipreses. Estos romances populares, tan sencillos, tan ingenuos han sido dichos o cantados en el taller de un orfebre; en un cortijo, junto al fuego, de noche; en una calleja, a la mañana, durante el alba, cuando la voz tiene una resonancia límpida y un tono de fuerza y de frescura… ¿Los ha compuesto realmente el pueblo? ¿Los ha compuesto un tejedor, un alarife, un carpintero, un labrador, un herrero? O bien, ¿son estos romances la obra de un verdadero artista, es decir, de un hombre que ha llegado a saber que el arte supremo es la sobriedad, la simplicidad y la claridad?

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