Aquel jarrón, que formaba parte del ajuar sentimental de la familia, cayó ese día con estrépito desde la estantería donde había reposado desde siempre. Se hizo añicos. ¡Qué dolor!
Ni pensar en pegarlo, el resultado no pasaría de ser una evidente y dolorosa chapuza. Lo mejor, siendo práctico, era depositarlo en la basura y tratar de olvidar cuanto antes el suceso.

Pero…¿Seguro que eso era lo mejor? Esta cuestión se resolvió por sí misma cuando me salí de la pesadilla. El despertador, tan impertinente siempre, fue en esa mañana mi salvación.
Me duché a toda prisa y me fui al trabajo donde tuve una extraña sensación de desazón. A las cuatro estaba de vuelta y fui rápidamente a ver mi estantería.
Me sorprendió, y mucho, ver que se encontraba justo en el borde, a punto de caer. Lo tomé con cuidadoso cariño y miré dentro la certificación de la obra. Allí estaba, y me pareció oír, desde su oscura barriga, que me decía:

-¿Por qué no me has dejado caer?

-¿Por qué no has respetado mi voluntad?

oooOooo

Lo había oído y me costó encontrarla, pero di con ella. Se trataba de la antigua técnica japonesa del Kintsugi. Con ese arte, se recomponían con oro las cerámicas rotas. Enseña el budismo zen, que las grietas y las roturas no deben ocultarse; forman parte esencial de la misma vida.

oooOooo

La casa ha vuelto a iluminarse con la presencia del jarrón, que muestra con orgullo sus doradas cicatrices. Cicatrices que, si bien se leen, cuentan su azarosa historia desde que un artesano anónimo lo creó, en la lejana China, allá por 1770.

Domingo Varela

Foto: D. Varela.

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