Odisea segunda y grande

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*Miguel Díez R. El viejo profesor.

Constantino Kavafis, el autor Ítaca, del que hablaremos enseguida, había escrito —en enero de 1894, años antes de componer el famoso y citado poema— Segunda Odisea, un poema que expresa un contundente y descorazonador epílogo de las aventuras del rey de Ítaca:

 Odisea segunda y grande

acaso mayor que la primera. Pero ¡ay!

sin Homero, sin hexámetros

    Era pequeña su casa patria,

era pequeña su ciudad patria,

y toda su Ítaca era pequeña.

    El cariño de Telémaco, la fidelidad

de Penélope, la vejez del padre,

sus antiguos amigos, el amor

de su entregado pueblo,

el feliz reposo del hogar

penetraron como rayos de alegría

en el corazón del surcador de mares.

Y como rayos se hundieron.

    La sed de mar despertó en él.

Odiaba el aire de tierra firme

Por la noche perturbaban su sueño

los fantasmas de Hesperia.

Le atrapó la nostalgia de viajes,

de llegadas de mañana

a puertos donde, con qué alegría,

entras por primera vez.

    El cariño de Telémaco, la fidelidad

de Penélope, la vejez del padre

sus antiguos amigos, el amor

de su entregado pueblo

y la paz y el reposo

del hogar le aburrieron.

    Y se marchó.

    Mientras las costas de Ítaca

se desvanecían poco a poco ante él,

y navegaba a toda vela hacia el oeste,

hacia Iberia, hacia las columnas de Hércules,

lejos de todo mar aqueo,

de las cosas conocidas y familiares

sintió que volvía a la vida, que

abandonaba las pesadas cadenas

de las cosas conocidas y familiares.

Y su corazón aventurero

se alegraba fríamente, vacío de amor.

    (Versión de Alicia Morales Ortiz)

Mediterráneo. España, Agustín de Foxá, España, 1906-1959

    Como un ala, incendiada de azul, Mediterráneo
llameante de corales, entre peces de plata
de esponjas chorreando de sal transparencia
verde el trémulo bulto, de tus rocas ahogadas.
    Yo he visto tus orillas, troyanos o fenicios
en tu borde meditan las esfinges rosadas
los frisos de vendimias y guerras entre olivos
rosa espuma del mosto para desnudas danzas.
    Pululan en tu hermoso hervidero caliente,
junto a Aquiles desnudos, cardenales de grana;
árabes de la arena, con turbantes de lino,
con la sed -hecha bestia-, llevan tus caravanas.
    Tú estrenaste la rosa de Ispahán y el mosaico
y un polvillo astrológico parpadeó en tus terrazas.
César tuvo sus plátanos, y Abderramán, palmeras,
y avanzó, en nimbo de oro, la Galera del Papa.
    El Atlántico tiene delfines; tú, sirenas.
Hielo verde es el Báltico, y tú, azahar y naranjas.
No te cruzan las focas con sus pechos de negra,
y tus ballenas llevan Profetas en su entraña.

Historia. Carmen Conde, España, 1907-1996

 Este mar es un mar arracimado
en dos brazos de tierra, clamorosos
de jaloque y leveche…; es un espeso
vino viejo de sales y de yodo.
Es un mar para jóvenes intactos;
y es un mar para seres que ya saben
lo que el mar lleva en sí, desde la tierra.
Es un mar sin jinetes, no galopa.
Y este olor de milenios a que huelen
sus orillas de pinos y palmeras,
es del mar sobre el mar: es ya celeste
como manos de arcángeles quedadas.
¡Oh su luz y su son, sus grandes nubes
que el levante desprende de los cielos
y que vuelca en el campo, como ríos
que regresan de Dios, el mar de bronce!

Carta a un desterrado. Claribel Alegría, Nicaragua,1924-2018

Mi querido Odiseo:
Ya no es posible más
esposo mío
que el tiempo pase y vuele
y no te cuente yo
de mi vida en Itaca.
Hace ya muchos años
que te fuiste
tu ausencia nos pesó
a tu hijo
y a mí.
Empezaron a cercarme
pretendientes
eran tantos
tan tenaces sus requiebros
que apiadándose un dios
de mi congoja
me aconsejó tejer
una tela sutil
interminable
que te sirviera a ti
como sudario.
Si llegaba a concluirla
tendría yo sin mora
que elegir un esposo.
Me cautivó la idea
que al levantarse el sol
me ponía a tejer
y destejía por la noche.
Así pasé tres años
pero ahora, Odiseo,
mi corazón suspira por un joven
tan bello como tú cuando eras mozo
tan hábil con el arco
y con la lanza.
Nuestra casa está en ruinas
y necesito un hombre
que la sepa regir
Telémaco es un niño todavía
y tu padre un anciano
preferible, Odiseo
que no vuelvas
los hombres son más débiles
no soportan la afrenta.
De mi amor hacia ti
no queda ni un rescoldo
Telémaco está bien
ni siquiera pregunta por su padre
es mejor para ti
que te demos por muerto.
Sé por los forasteros
de Calipso
y de Circe
aprovecha Odiseo
si eliges a Calipso
recuperarás la juventud
si es Circe la elegida
serás entre sus chanchos
el supremo.
Espero que esta carta
no te ofenda
no invoques a los dioses
será en vano
recuerda a Menelao
con Helena
por esa guerra loca
han perdido la vida
nuestros mejores hombres
y estas tú donde estas.
No vuelvas, Odiseo
te suplico.

Tu discreta Penélope

Frente al Mediterráneo. Angelina Gatell, España, 1926-2017

    Esta luz delicada que eterniza

el juego de la espuma y la sorpresa

deja en mi piel una nostalgia impresa

de antigua sal que al aire cristaliza.

   He venido dispuesta y aprendiza

a este rumor azul, a su promesa…

Y otra vez, como ayer, el viento besa

-niño fugaz- mis ramos de ceniza.

    Otra vez, como ayer, el mar se atreve

a atestiguar la pena que persigue

mi corazón, cercado por la nieve.

    Y otra vez, como ayer, aquí, callada, 

la vida se me obstina y me prosigue

otra vez junto al mar enamorada

Frente al mar. Claudio Rodríguez, España, 1934-1999

Transparente quietud. Frente a la tierra
rojiza, desecada hasta la entraña,
con aridez que es ya calcinación,
se abre el Mediterráneo. Hay pino bajo,
sabinas, pitas, y crece el tomillo
y el fiel romero tan austeramente
que apenas huelen si no es a salitre.
Quema la tramontana. Cae la tarde.
Verdad de sumisión, de entrega, de
destronamientos, desmoronamientos
frente al mar azul puro que en la orilla
se hace verde esmeralda. Vieja y nueva
erosión. Placas, láminas, cornisas,
acantilados y escolleras, ágil
bisel, estría, lucidez de roca

De milenaria permanencia. Aquí

La verdad de la piedra nunca muda
sino en interna reverberación,
en estremecimiento de cosecha
perenne dando su seguro oficio,
su secreta ternura sobria junto
al mar que es demasiada criatura,
demasiada hermosura para el hombre.
Antiguo mar latino que hoy no canta,
dice apenas, susurra, prisionero
de su implacable poderío, con
pulsación de sofoco, sin oleaje,
casi en silencio de clarividencia
mientras el cielo se oscurece y llega,
maciza y seca, la última ocasión
para amar. Entre piedras y entre espumas,
¿qué es rendición y qué supremacía?
¿Qué nos serena, qué nos atormenta:
el mar terso o la tierra desolada?

Nausícaa. Luis Alberto de Cuenca, España, 1950

El mar de Homero ríe para ti,

que te acodas desnuda en la baranda

en busca de aire fresco, con la copa

de néctar en la mano, mientras vienen

y van los invitados por la fiesta

que has dado en el palacio de tu padre.

el aire puro inunda tus pulmones

y el néctar se te sube a la cabeza.

Llega entonces el hombre de tu vida

a la terraza. es una hermosa mezcla

de fortaleza y de sabiduría.

Ulises es su nombre. tú no ignoras

que pasará de largo. Ya soñaste

su desdén tantas veces… Pese a todo,

el brillo de tus ojos insinúa:

«no me canso de verte.» Y tus oídos

reclaman: «Háblame, dame palabras

para vivir.» Y con el sexo dices:

«Dueño mío, haz de mí lo que te plazca.»

todo es entrega en ti, dulce Nausicaa.

Pero él está aburrido de la fiesta,

perdido en el recuerdo de su patria,

y no se fija en ti, ni en ese cuerpo

de diosa acribillado de mensajes

que nunca llegarán a su destino.

Mare Nostrum. Víctor Jiménez, España, 1957

Ya no empuña la luna, agonizante,

Su alfanje de marfil cintra la niebla,

Ni mana claridad la alborada,

Ni el cielo se sorprende con el día.

Ya no se tiende en calma sobre la arena el aire,

Ni a lomos de las olas

Cabalga el horizonte.

Ya junto al sol la arde no envejece,

Ni cálida se posa la noche en la Bahía

Como ayer cuando el mundo eran tus ojos.

Aunque siga este mar en sombra siendo el nuestro

Y esta playa teniendo el mismo nombre.

Si tuviera 2420 añosEduardo Chirinos, Perú, 1960-2016

Si alguna vez me preguntaran qué edad

me gustaría tener respondería: 2420 años.

Como un muchacho en Atenas me gustaría

ver las comedias de Aristófanes (sin pagar

la entrada), le preguntaría a Diógenes qué

es eso de masturbarse en público, a Pitágoras

si podría explicarme el teorema con ayuda

de una lira. Si tuviera 2420 años recitaría

de memoria los versos de Sófocles que se

comieron las polillas, los que borró la arena

cuando decidió convertirse en metáfora

del tiempo. Le pediría a Eurípides que me 

prestara poemas de Alquílico, escucharía

las palabras que Sócrates dijo a sus jueces

(Vivir, morir, ¿qué es mejor? Solo los dioses

Saben la respuesta). Si tuviera 2420 años

visitaría el Partenón y preguntaría por los 

caballos de Héctor, por la oscura fidelidad

de Andrómaca. Si fuera verano nadaría

desnudo en las playas de Chipre. Si fuera

invierno visitaría el templo de Neptuno, le

pediría que mis viajes fueran largos, que me

ayudara a volver a Ítaca.

La mirada de Ulises. Aurora Luque España, 1962


Hay viajes que se suman al antiguo color de las pupilas.

Después de ver la isla de Calipso ¿es que acaso Odiseo

volvió a mirar igual? ¿No se fijó un color

como un extraño cúmulo de algas

en sus pupilas viejas? Lo mismo que en los pliegues

mínimos de la piel

se fosilizan besos y desdenes, así los ojos filtran

esa franja turquesa del mar que acuna islas,

medusas de amatista, blancura de navíos.

La piel es vertedero de memoria

lo mismo que el poema. Pero acaso unos ojos

extrañamente verdes de repente dibujen

empapados de luz

un boscoso archipiélago perdido.

Peregrino. Josefa Parra, España, 1965

“Tus ojos frente a lo antes nunca visto”

Luis Cernuda

La belleza te aguarda en cualquier sitio,

peregrino;

las playas que aún no has visto son hermosas

más que aquellas de Ítaca, los cielos

más estrellados aún no los conoces,

ni los montes más altos.

     Peregrino,

Penélope no vale lo que el gozo

de ver por vez primera un mar en calma

que espera que lo nombres.

    Tú lo sabes

y por eso falseas cada noche

el norte de la brújula y, furtivo,

desvías el timón hacia otros puertos

lejos de aquel tu hogar, lejos de Ítaca

En fin, entre todos esos cientos y cientos de poemas -no sólo hispánicos- sobre Nuestro Mar, uno sobresale por encima de todos, hasta convertirse en joya poética de la Literatura Universal:

Ítaca. Constantino Cavafis, Alejandría, 1863-1933.

El poema Ítaca de Cavafis es iluminador y menos sencillo de lo que aparentemente parece.  Tiene como referente el mítico viaje de Odiseo (Ulises): el camino por un mar “espumoso, del color del vino” (curiosamente en toda la Odisea nunca aparece el color azul, ni en otros textos griegos clásicos;  los eruditos intentan explicarlo)  en el que,” el viento hincha la vela y las purpúreas olas resuenan a los lados de la quilla”, un mar plagado de dificultades: naufragios, furia del dios marítimo Poseidón, los Cicones, los Lotófagos,Polifemo en la isla de los Cíclopes, Circe, Calipso, las tentadoras sirenas y sus cautivadores cantos, Escila y Caribdis, el campo de Asfódelos, las cavernas del Hades, …Todo se conjura contra Ulises y los suyos en este periplo por el mar o “ponto como lo llama Homeroun mar no tranquilo, sereno y luminoso o cerrado sino “un mar infinito”, violento y caótico, de tal modo que Ulises tardó diez años en arribar a su isla, su reino, y su familia: Ítaca.

Sin embargo, en el poema de Cavafis, Ítaca es un símbolo del destino final de un largo camino que es la vida misma (navigatio vitae), y lo verdaderamente importante, lo maravilloso no es la llegada a ese final del camino, sino el viaje en sí mismo, como forma de conocimiento, de sabiduría y enriquecimiento personal.

Ítaca, la impulsora y la razón del viaje, adquiere un nuevo significado, no como un lugar concreto, que nada puede ofrecer salvo la visión de un hermoso atardecer, sino como un cúmulo de experiencias (“las Ítacas”) que el viajero ha recibido a lo largo de la travesía de ese viaje, símbolo de la misma vida, sin olvidar nunca la meta, el destino final, pero sabiendo disfrutar y enriquecernos del recorrido, distinto para cada uno, pero siempre

Como Ulises todos queremos algunas cosas: volver a nuestra niñez (“la niñez es la patria perdida del hombre”, dijo Rilke) a nuestra casa, el lugar donde nacimos, las mujeres y amigos que amamos…Por esta razón Ítaca es la mejor metáfora de aquellas cosas que nunca dejaremos de buscar desde  nuestro mismo origen, desde el principio hasta el último suspiro.

El camino no es fácil como no lo fue para Ulises. Los enemigos (Lestrigones, Cíclopes y el fiero Poseidón) acecharán por doquier, pero los peligros solo serán invencibles si los “estibamos” con precaución dentro de nosotros: son los demonios interiores que únicamente la visión larga e ilusionante del destino final (Ítaca), podrá vencerlos o, por los menos, domeñarlos.

    Cuando salgas en tu viaja hacia Ítaca,

haz votos para que el camino te sea largo,

lleno de aventuras, lleno de conocimientos.

   A Lestrigones y a Cíclopes,

al iracundo Poseidón no temas

jamás se cruzarán en tu camino,

si tu pensamiento permanece elevado, si refinada

emoción guía tu espíritu y tu cuerpo.

Jamás encontrarás a Lestrigones

ni a Cíclopes, ni al salvaje Poseidón

si no los estibas dentro de tu alma,

 si tu alma no los planta ante ti.

  Haz votos para que el viaje te sea largo.

Que numerosas sean las mañanas de verano

en que con felicidad y con alegría,

 arribes a bahías y puertos desconocidos.

Que te detengas en bazares fenicios

y que adquieras buenas mercancías:

perlas y corales, ámbares y ébanos;

gasta tanto cuanto puedas 

en voluptuosos y delicados perfumes.

Irás a muchas ciudades egipcias  

a conocer y a aprender con avidez de los sabios.

   Y siempre en tu mente tendrás a Ítaca,

porque llegar a ella es tu destino,

pero por nada apresures tu viaje.

Mejor es que dure largos años

y, anciano ya, fondees en la isla,

rico con cuanto ganaste en el camino,

sin esperar que Ítaca te enriqueciera.

   Ítaca te regaló un maravilloso viaje.

Sin ella no te habrías puesto en camino,

pero ya nada más puede ofrecerte. 

Aunque la encuentres muy pobre, Ítaca no te engañó.

Ahora, sabio y rico en experiencias, 

ya comprenderás lo que significan las Ítacas.

 (Versión muy libre y personal)

Si nos propusiésemos entrar en el universo insondable de los relatos -largos o cortos- escritos sobre Nuestro Mar, quedaríamos deslumbrados; esta es la razón de que recoja -como sucedía con los poemas- unos pocos, pero, según mi criterio, muy interesantes:

Carta de Penélope a UlisesPublio Ovidio Nasón. Roma 43 a.C.-17 d.C.


De Penélope, prima de Helena de Troya, nos dice Homero que durante una larguísima ausencia perseveró con firmeza y lealtad matrimonial esperando que Ulises volviera o que alguien le informase sobre él. Por eso, se cuenta -se fabula- que iba todos los días al encuentro de los barcos que llegaban a sus costas para preguntar a los tripulantes si podrían darle alguna noticia de Ulises. De esta manera se enteró de sus valerosas hazañas, pero no perdía su esperanza porque nadie lo había dado por muerto. Cuando una nave zarpaba de Ítaca para hacer el periplo por Nuestro Mar, ella entregaba a la tripulación una carta para Ulises, para que se la diesen si alguien lo encontraba. Una de esas misivas es la que recrea literariamente el gran poeta latino, Ovidio:

Estas líneas te las envía tu esposa Penélope a ti, Ulises, que tanto tardas. Pero no me escribas ninguna respuesta, ven tú en persona.

¡Ojalá las encrespadas aguas hubieran sumergido al adúltero [Paris, raptor de Helena, casada con Menelao] cuando navegaba con su flota rumbo a Lacedemonia! No me hubiera acostado yo, helada, en lecho sin compañía, no me quejaría en mi abandono del lento correr de los días, ni fatigaría mis manos de viuda en lienzo colgante, mientras intento engañar con él las horas largas de la noche. Cosa es el amor llena de temor angustioso. Imaginaba que los troyanos violentos iban a ir contra ti. Al oír el nombre de Héctor, palidecía siempre. En suma, siempre que alguien era degollado en el campamento aqueo, mi corazón de amante se ponía más frío que el hielo.

Pero la divinidad justa tuvo buen cuidado de mi casto amor. Troya se ha convertido en cenizas, escapando sano y salvo mi marido.

Tú, sin embargo, a pesar de la victoria, permaneces lejos y no me es dado saber cuál es la causa de tu retraso o en que rincón, ¡oh, más duro que el hierro!, te escondes.

¿Qué tierras habitas o dónde te demoras lejos de nosotros? No sé qué temer; aun así lo temo todo. Todos los peligros del mar, todos los de la tierra, sospecho, son motivos de tu larga tardanza, o acaso, ¿seas cautivo de un amor extranjero? ¡Ojalá me equivoque y esta acusación se desvanezca en los aires ligeros! ¡Ojalá no sea tu deseo el de estar lejos, pudiendo regresar! Todo el que dirige su popa extranjera hacia estas costas, se marcha de aquí no sin antes haberle hecho yo muchas preguntas sobre tu persona. Y se le entrega un papel, escrito con estos mis dedos, para que, a su vez, te lo entregue a ti, si te viera en algún lugar.

Mi padre Icario me insta a dejar el lecho de viuda e increpa constantemente mi prolongada tardanza. ¡Que siga increpándome, si quiere!, yo, Penélope, siempre seré la esposa de Ulises. Pretendientes de Duliquio y Samos, corren en mi busca y dan órdenes en tu palacio sin que nadie se los impida, destrozan mis entrañas y tus riquezas. Pero Laertes, ya inútil para las armas, no puede mantener tu reino en medio de enemigos, y tampoco yo tengo fuerzas para expulsar del palacio a nuestros enemigos. Apresúrate tú, puerto y altar de los tuyos. Piensa en Laertes: está aplazando el último día de su destino para que, cuando llegues, le cierres los ojos. Tuya soy…

Penélope.   

(Trad. Vicente Cristóbal) 

La tela de Penélope o quién engaña a quién. Augusto Monterroso, Guatemala, 1921-2003

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición para tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.

Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.

Epílogo de las ilíadasMarco Denevi, Argentina, 1922-1998

   Desde el alcázar del palacio lo vio llegar a Ítaca de regreso de la guerra de Troya. Habían pasado treinta años desde su partida. Estaba irreconocible, pero ella lo reconoció.

   —Tú —le dice a una muchacha—, siéntate en mi silla e hila en mi rueca—. Y ustedes —añade, dirigiéndose a los jóvenes—, finjan ser los pretendientes. Y cuando él cruce el lapídeo umbral y blandiendo sus armas quiera castigarlos, simulen caer al suelo entre gritos de dolor o escapen como el propio Áyax.

   Y la provecta Penélope de cabellos blancos, oculta detrás de una columna, sonreía con desdentada sonrisa y se restregaba las manos sarmentosas.

Mi familia y otros animales. FragmentoGerald Durrell, británico, 1925-1995

A la luz del alba el mar se desperezaba alzando tersos músculos de olas azules, y la espuma de nuestra estela, tachonada de brillantes burbujas, se abría tras de nosotros como una blanca cola de pavo real. A levante amarillaba el cielo pálido. De frente una mancha de tierra color chocolate, envuelta en niebla y cercada de espumas en su base. Era Corfú: aguzamos la vista en busca de la forma exacta de sus montes, sus valles, sus picachos, sus gargantas y sus playas, pero solo se distinguía una silueta. Hasta que, de pronto, el sol surgió en el horizonte, y el cielo se tornó azul esmaltado, como el ojo de un arrendajo. Las interminables, minuciosas curvas del mar flamearon un instante, y al punto se tiñeron de oscura púrpura moteada de verde. Alzóse la niebla el jirones tenues y rápidos y ante nosotros apareció la isla, con sus montañas como amodorradas bajo un arrugado cobertor marrón, los pliegues salpicados de verdor de los olivares. Por la costa se sucedían playas blancas como el marfil, entre ruinosos torreones de brillantes rocas blancas, doradas, rojas. Rodeamos el cabo septentrional, un estribo redondo de acantilados rojizos horadados por una serie de cuevas gigantescas. Las oscuras olas arrastraban nuestra estela hacia ellas, y a su misma boca se chafaba silbando ansiosa entre las peñas. Al otro lado del cabo desaparecieron los montes, y la isla descendió suavemente, empañada por el resplandor verde y plata de los olivos, con aquí y allá un amonestador dedo de ciprés contra el cielo. En las calas el agua tenía un color azul de mariposa, y aun por encima del ruido de las máquinas nos llegaban, zumbando débilmente desde la costa, como un coro de vocecillas, los gritos estridentes y triunfales de las cigarras.

(Trad.  María Luisa Balseiro) 

El Manco de Lepanto. José Barnoya, Guatemala, 1931-2021

Era siete de octubre de mil quinientos setenta y uno. En pleno mar Mediterráneo luchaban dos armadas: la turca de Mehemet Sirico, contra la europea capitaneada por Juan de Austria. Musulmanes contra venecianos, pontificios y españoles.

Frente a frente, se encontraban un soldado turco con un español. De un arcabuzazo, el turco le destrozó la mano izquierda al español.
Sin el menor gesto de rencor, el español dijo: Gracias; y con la mano derecha se puso a escribir el Quijote.

Aviso. Salvador Elizondo, México, 1932-2006

Según se cuenta e en La Odisea, cuando Ulises llegó, náufrago y semidesnudo, a la tierra de los feacios, narró al rey Alcínoo y a la bella princesa Nausicaa las aventuras que, con sus compañeros, había corrido en su viaje de vuelta a Ítaca desde las costas de Troya. Entre dichas aventuras, destacan dos episodios particularmente célebres: su estancia en los dominios de la diosa Circe y la posterior navegación cerca de la isla de las sirenas. 

La diosa Atenea le previno de que en su viaje habría de encontrarse con la hermosa isla, pero que, para no caer en el hechizo del malévolo canto de aquellos seres, debería taponar con panal de cera los oídos de sus compañeros y pedirles que lo amarraran al mástil, por si acaso estuviera tentado de hacer virar la nave para arribar a la isla. Así, pues, sólo él las oiría cantar, quizá embelesado, pero sus compañeros no percibirían el mágico canto ni podrían escuchar las órdenes de Ulises.

El mexicano Salvador Elizondo en primera persona -como si fuese el propio Ulises- narra con perfecta organización (o estructura) y esmerado lenguaje lírico -que lo aproximan a un bellísimo poema en prosa- su trágica aventura por haber desoído los consejos de Circe. 

Ejerciendo su libertad y persiguiendo su deseo, este moderno Ulises ha conseguido vencer la cadena del destino que para él habían marcado los dioses. Pero con ello, como él mismo dice, cambió “libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria”, porque nadie puede burlar los designios de los dioses oponiéndose a su destino; ni siquiera Ulises, el amado de Atenea, que, como ningún otro mortal, había descendido al Hades y cruzado dos veces (al entrar y al salir) el campo de asfódelos. Y de su amarga aventura extrae una enseñanza para los demás: “Sabedlo, navegantes…”, son nuestros locos deseos los que nos pierden.

La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.

Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.

Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.

Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.

Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo de asfodelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.

Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.

Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.

Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.

Inventario. Manuel Vicent, España, 1936 

Una mecedora blanca, algunas diosas de escayola en el jardín, las paredes de la terraza pintadas con cal, una parra de sombra amorosa, libélulas y campanillas moradas en la alberca, las persianas verdes, cortinas que inflan la brisa durante la siesta, sonido de una mosca vibrando en la penumbra, el Mediterráneo en la ventana. El viejo arcón despide un perfume de ropa almidonada y en el mármol del aparador hay un botijo de agua fresca. Una camisa de hilo, un sombrero de paja, unas sandalias grecolatinas, el pantalón impregnado de salitre, la piel quemada. Nada existe más hermoso que habitar una aseada pobreza junto al mar, olvidado de todos, habiéndolo olvidado todo. Escuchar las olas de púrpura que resuenan en torno a la quilla cuando uno navega al atardecer y contemplar las velas ligeras que se confunden con la imaginación o el pensamiento. Crepúsculos en el malecón, marineros semejantes a Telémaco, ninfas de rubias trenzas, tan bellas como una deidad, vestidas de lino y adornadas con collares de frutas, aroma de brea en el puerto de pescadores, gritos de hembra solariega en el mercado de verduras, cuentas de Pitágoras en la lonja alrededor de las cajas de langostinos. Todos los barrancos de este litoral son deslumbrantes, abren un ojo azul al Mediterráneo, están llenos de espliego y alacranes, pero en los huertos también cantan las acequias. ¿Es necesario creer en Dios cuando en esta tierra se dan habas tan tiernas, lechugas con el corazón de nieve, alcachofas parecidas al cetro de Agamenón, tomates dulces como la sangre de una doncella? Se trata de huir detrás de un sueño para encontrar una mecedora blanca y balancearse en ella bajo una parra, junto al mar, hasta que las ideas sean idénticas a la luz que en cada momento percuta en la cabeza. Dejar pasar las horas, desechar cualquier ambición, vivir el sol en medio de una elegante austeridad, tomar aceite de oliva, andar descalzo sobre la sal, Navegar en aguas de dulzura y no desear nada sino amigos y ensalada de apio. He aquí el inventario de mi fe. 

Habla Penélope. Margaret Atwood, Canadá, 1939

 Mis plegarias llevaban veinte años sin ser escuchadas. Pero finalmente los dioses me prestaron atención. En cuanto hube realizado el ritual de rigor y hube derramado las lágrimas de rigor Odiseo entró arrastrando los pies en el patio…

 Era evidente que mi esposo ya se había formado una idea de lo que estaba sucediendo en el palacio. Por eso iba disfrazado de anciano y sucio mendigo. Jugaba a su favor el hecho de que la mayoría de los pretendientes no tenían ni idea de qué aspecto tenía, pues eran demasiado jóvenes o ni siquiera habían nacido cuando Odiseo partió de Ítaca. Su disfraz estaba muy logrado (yo confié en que las arrugas y la calvicie no fueran reales, sino parte del engaño), pero en cuanto vi aquel torso fornido y aquellas piernas cortas surgió en mí una profunda sospecha, que se convirtió en certeza después de oír que aquel hombre le había partido el cuello a un pordiosero agresivo. Ése era su estilo: furtivo cuando era necesario, sí, pero cuando estaba seguro de que podía ganar, nunca renunciaba al asalto directo.

No le hice saber que lo había reconocido, porque lo habría puesto en peligro. Además, si un hombre se enorgullece de su habilidad para disfrazarse, es una tontería que su esposa le haga saber que lo ha reconocido: siempre es una imprudencia interponerse entre un hombre y el reflejo de su propia inteligencia.

Homero. Eduardo Galeano, Uruguay, 1940-2015

No había nada ni nadie. Ni fantasmas había. No más que piedras mudas, y alguna que otra oveja buscando pasto entre las ruinas.

Pero el poeta ciego supo ver, allí, la gran ciudad que ya no era. La vio rodeada de murallas, alzada en la colina sobre la bahía; y escuchó los alaridos y los truenos de la guerra que la había arrasado.

Y la cantó. Fue la refundación de Troya. Troya nació de nuevo, parida por las palabras de Homero, cuatro siglos y medio después de su exterminio. Y la guerra de Troya, condenada al olvido, pasó a ser la más famosa de todas las guerras.

Los historiadores dicen que ésa fue una guerra comercial. Los troyanos habían cerrado el paso hacia el mar Negro, y lo cobraban caro. Los griegos aniquilaron Troya para abrirse camino al Oriente por el estrecho de los Dardanelos. Pero comerciales fueron todas, o casi todas, las guerras que en el mundo han sido. ¿Por qué habría de hacerse digna de memoria una guerra tan poco original?

Las piedras de Troya iban a convertirse en arena y nada más que arena, cumpliendo su destino natural, cuando Homero las vio y las escuchó.

Lo que él cantó, ¿fue pura imaginación?

¿Fue obra de fantasía esa escuadra de mil doscientas naves lanzadas al rescate de Helena, la reina nacida de un huevo de cisne?

¿Inventó Homero eso de que Aquiles arrastró a su vencido Héctor, atado a un carro de caballos, y le dio varias vueltas alrededor de las murallas de la ciudad sitiada?

Y la historia de Afrodita envolviendo a Paris en un manto de niebla mágica cuando lo vio perdido, ¿no habrá sido delirio o borrachera?

¿Y Apolo guiando la flecha mortal hacia el talón de Aquiles? ¿Habrá sido Odiseo, alias Ulises, el creador del inmenso caballo de madera que engañó a los troyanos?

¿Qué tiene de verdad el final de Agamenón, el vencedor, que regresó de esa guerra de diez años para que su mujer lo asesinara en el baño?

Esas mujeres y esos hombres, y esas diosas y esos dioses que tanto se nos parecen, celosos, vengativos, traidores, ¿existieron?

Quién sabe si existieron. Lo único seguro es que existen.

  La vuelta a casa. José María Merino, España, 1941

El director suele llevar a los visitantes distinguidos al pabellón de los condenados a cadena perpetua, para que escuchen a este hombre contar la historia de su crimen: Mucho tiempo lejos de casa, primero en la otra punta del planeta, días y días de reuniones para intentar entrar en la dichosa fusión, y cuando conseguimos eliminar las resistencias y vencer a nuestros adversarios tuve que recorrer una por una las sucursales, las filiales, las empresas asociadas, evitando todas las asechanzas, unos querían hechizarme con malas mañas, otros pretendían que me quedase, zafándome de los cantos seductores de quienes me devorarían si pudiesen, de los que quisieran destruirme. Yo estaba a punto de explotar. Llego por fin a casa, de improviso, y me encuentro con que mi mujer ha organizado una fiesta. Al parecer, llevaba montando estas juergas casi desde que me fui, mi casa llena de gorrones bebiéndose mis vinos, comiéndose mis cecinas y mis quesos. y mi mujer me dice, tan tranquila, que mi hijo se ha marchado por ahí, no sabe adónde. Subo a mi estudio y me encuentro con que han instalado allí una especie de telar enorme, todo está revuelto, hilos, varillas de madera, tijeras. Exploté, agarré un par de escopetas, una pistola, bajé a la sala y empecé a disparar, estaba tan ciego de ira que también me la llevé a ella por delante. El director no se cansa de escuchar este relato, menuda odisea, exclama una vez más, mientras se aleja por el corredor con los visitantes.

Como Ulises. Ana María Shua, Argentina, 1951 
   

   Como Ulises, un hombre vuelve de la guerra, o de la cárcel o del desierto. Han pasado veinte años. Sus ojos son distintos. Un golpe le ha quebrado la nariz. Ahora se parece un poco a Kirk Douglas, aunque su pelo es ralo y casi blanco y los harapos cuelgan de su cuerpo sin ninguna gracia. Todos lo reconocen perfectamente, pero disimulan, menos el tonto de su perro, que vuelve a recibir una de aquellas épicas patadas.

Rehabilitación de Circe. Diego Muñoz Valenzuela, Chile, 1956

La preciosísima Circe estaba aburrida de la simplicidad de Ulises. Si bien era fogoso, bien dotado y bello, la convivencia no daba para más. Solía convertirlo en perro para propinarle patadas, y él sollozaba y le imploraba perdón. Lo transformaba en caballo para galopar por la isla de Ea, fustigándolo con dureza. Lo transmutaba en cerdo para humillarlo alimentándolo con desperdicios. Volvía a darle forma humana para hacer el amor, y volvía a fastidiarse con su charla insulsa. Por fin lo expulsó del reino, le restituyó su barca y sus tripulantes y lo dotó con alimentos para un largo viaje. “Vete y no vuelvas”, ordenó con voz terminante al lloroso viajero, “y cuenta lo que quieras para quedar bien ante la historia”. Después sopló un hálito mágico para hinchar la vela de la embarcación.

[Troya] Tomás Val, España,1961

Stacio Melo, en su libro Rex romanorum, nos cuenta que, en tiempos de Tarquino Prisco, padre de Lucio Tarquino el Soberbio, último rey romano, se organizó una expedición a Troya pare reconocer la tierra de los orígenes; Troya, la ciudad de la que salió Eneas llevando a su padre Anquises sobre los hombros.

Los mil expedicionarios que partieron camino de la Troya homérica, sigue Stacio Melo, llevaban consigo gran cantidad de carros para transportar cuantos restos pudieran del origen. Atacinio Cornelio, que mandaba las tropas, tenía el encargo especial de Tarquino de hacerse con el caballo que el falsario Ulises tallara en madera y que propició la derrota de las tropas troyanas. Deseaba el monarca colocar el engañoso instrumento en lo más alto de la muralla romana para que todos los pueblos supieran que Roma no sucumbiría a semejantes tretas.

Después de más de un año de viaje, en el que los romanos tuvieron que luchar con multitud de enemigos, sigue el historiador, los descendientes de Eneas llegaron donde antaño se levantaba la orgullosa ciudad de Ilión. La explanada donde el invencible Aquiles llorara la muerte de Patroclo era un triste prado de alta hierba en el que pastaban las ovejas. De la muralla insalvable no quedaban vestigios. La ciudad que los dioses admiraron no era más que un puñado de cabañas habitadas por pastores. Nada había del palacio de Príamo, ni del lecho en el que Paris amó a Helena; tampoco, según Stacio Melo, se apreciaban vestigios de las batallas que allí se libraron.

Los griegos que llegaron en mil naves desde la bahía de Áulide al mando de Agamenón saquearon y quemaron Troya, lo sabían los romanos, pero esperaban que los rescoldos de la gloria aguantaran mejor las embestidas del tiempo. Atacinio Cornelio, valiéndose de palomas mensajeras, hizo llegar al rey un mensaje: No queda nadaBusca bien, respondió Tarquino; la gloria de nuestros antepasados es inmortal.

Excavaron sin hallar huesos ni armas; ni la tumba de Príamo ni la sangre de Héctor. Volvieron a Roma y cuando el soberano les preguntó qué traían de la patria de Eneas, Atacinio Cornelio le presentó un niño pastor que le hablo en una lengua extraña, desconocida, con un torrente de palabras en el que los romanos únicamente entendieron la palabra Ilión.

-Esto es lo que queda del pasado –dijo Atacinio Cornelio, extendiendo sus manos vacías ante su rey-: un nombre en la memoria de un niño.

Adiós, Penélope. Francisco Rodríguez Criado, España, 1967

No es cierto que Ulises terminara sus días al calor de Penélope. De regreso al hogar, las aves le contaron que la paciente Penélope le había sido fiel durante veinte años y que había rechazado a numerosos pretendientes mientras tejía su moroso tapiz. Y Ulises, empujado por sus complejos de inferioridad, sintió miedo de no estar a la altura moral de su amada. Así pues, a punto de arribar a las costas de Ítaca, decidió darse media vuelta y volver a los brazos de la ninfa Calipso a sabiendas de que el bueno de Homero ya arreglaría el asunto.

De todos los hermosos microrrelatos o minicuentos sobre Nuestro Mar, mi preferido y, desde luego, el más mediterráneo es el siguiente 

Equivocación. Karel Capek, actual República Checa, 1890-1938

Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican en dónde es arriba y en dónde abajo; de otro modo uno puede confundirse.

Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán que un barco se equivocó, y en lugar de seguir por el mar azul puso rumbo al cielo; y como el cielo es infinito y tan azul como el mar, no ha regresado aún, y nadie sabe en dónde está.

Coda o epílogo de Nuestro MarFragmentos

[Mar de palabras] https://mieuropasabeamediterraneo.com/mare-nostrum-mar-de-palabras/

Mare Nostrum, mar de palabras. Un mar crecido a golpes de relaciones humanas. El Mar Mediterráneo es una verdadera encrucijada cultural, debido a su ubicación geográfica. Ya desde la antigüedad clásica ha sido un lugar de encuentro e intercambio entre las culturas de Europa, Asia y África, el campo de batalla de razas y naciones y el foco de tres grandes religiones, el Cristianismo, el Judaísmo y el Islam. La literatura se encargó de reflejar esta condición y contribuyó activamente a forjar un característico imaginario.

El espejo del mar. Fragmentos. Joseph Conrad, Escritor británico, nacido en la actual Ucrania, 1857-1924

Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterráneo, el mar interior que los antiguos encontraban tan inmenso y tan lleno de prodigios. Y, en efecto, era terrible y maravilloso; pues no somos sino nosotros mismos, regidos por la audacia de nuestras mentes y los estremecimientos de nuestros corazones, los artesanos únicos de cuanto portentoso y novelesco hay en el mundo.

Era a los marineros mediterráneos a quienes sirenas de rubias cabelleras cantaban entre las negras rocas efervescentes de blanca espuma, y a quienes voces misteriosas hablaban en la oscuridad sobre las movedizas olas. 

El tenebroso y tremebundo mar de las andanzas del astuto Ulises, agitado por la cólera de los dioses olímpicos, que albergaba en sus islas la furia de extraños monstruos y los ardides de extrañas mujeres; la ruta de los héroes y los sabios, de los guerreros, los piratas y los santos; el mar cotidiano de los mercaderes cartagineses y el lago de recreo de los Césares romanos, reclama para sí la veneración de todo marino en tanto que patria histórica de ese espíritu de abierto desafío a los grandes mares de la tierra que es el alma misma de su vocación. Saliendo de allí rumbo al oeste y al sur, como abandona un joven el abrigo del hogar paterno, este espíritu halló el camino hacia las Indias, descubrió las costas de un nuevo continente, y atravesó, por último, la inmensidad del gran Pacífico, rico en agrupaciones de islas remotas y misteriosas como las constelaciones del firmamento. 

El primer impulso de la navegación tomó forma visible en esa dársena sin mareas, desprovista de bajíos ocultos y de corrientes traicioneras, como en atenta consideración a la infancia del arte. Las empinadas costas del Mediterráneo favorecieron a los principiantes en una de las empresas más osadas de la humanidad, y el hechizante mar interior de la aventura clásica ha ido llevando paulatinamente al hombre de cabo en cabo, de bahía en bahía, de isla en isla, abriéndose a la promesa de océanos interminables más allá de las Columnas de Hércules.

(Trad. Javier Marías)

[Mediterraneo. Fragmento]. D.H. Lawrence, Inglaterra,1885-1930

Aún amo el Mediterráneo, aún parece como un joven Ulises al amanecer. Cuando llega la mañana y el mar se extiende plateado y las islas en la distancia son delicadas y nítidas, siento de nuevo que sólo el hombre es vil. 

Italia me resulta muy familiar, casi demasiado, como si se tratase de tu propio fantasma. Pero estoy muy contento de hallarme aquí, de estar de nuevo junto al Mediterráneo por una temporada.

Después de América, donde todo es tensión, esto me parece tan ligero y joven. ¡Ojalá todos fuésemos más ricos y pudiésemos vagabundear por las costas del viejo mundo, Dalmacia, las islas griegas, Constantinopla, Egipto!

(Trad. Ángel M. Arqueros Gutiérrez)

Mar adentro. Fragmento. José Manuel Caballero Bonald, España,1926-2021

Durante siglos los barcos dispusieron de un único palo y una sola vela. La más conocida de estas y sin duda la de más provechosos resultados fue la llamada vela latina. Su origen es incierto, aunque es muy probable que fuesen los árabes quienes la impusieron en el Mediterráneo a partir de su expansión por Occidente, en especial tras la ocupación de Al- Andalus. La vela latina es la primera vela conocida de cuchillo (corta el viento, no lo recibe perpendicularmente) y se fija a un mástil inclinado, aproximadamente a un tercio de su longitud y con un puño en la proa. Durante mucho tiempo solía moldearse como vela de mesana y con ella se empezó a ampliar la práctica de la navegación aprovechando vientos que no viesen exactamente por la popa, si bien como tenía que largarse por el costado de sotavento del mástil, la capacidad de maniobra en circunstancias no especialmente propicias seguía siendo muy limitada. 

[Un lugar espiritual. Fragmento] Predrag Matvejevic, Bosnia-Croacia, 1932-2017

Este mar es, más que un lugar geográfico, un lugar espiritual que concentra el patrimonio simbólico de cada hombre de cultura occidental, sin limitarse a aquellos que viven entre los límites del naranjo, del mirto y del olivo, o del palmito y del ciprés, del pino marítimo y de la higuera que no querrían definir territorialmente sus confines.

Blues del Mediterráneo. Fragmentos. Mauricio Wiesenthal, España, 1943

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Han pasado tiempos y milenios desde que los primeros navegantes fenicios y griegos arribaron a Ampurias, a Cádiz y a Málaga, transportando con ellos sus antiguos cultos del pan, del aceite y del vino. Encendían hogueras al llegar a la costa, y avisaban de su presencia a los mercados vecinos. Sus marineros recitaban historias de guerras y apasionantes aventuras de un héroe navegante que se llamaba Odiseo. Acompañaban sus cantos con cítaras y marcaban el ritmo con golpes de remo. Traían unguentarios de pasta de vidrio y pequeñas jarras de cerámica y alabastro, llenas de perfumes exóticos. Cargaban en sus barcos remedios médicos, telas teñidas de púrpura, cráteras áticas y etruscas de cerámica negra, espadas de hierro, ánforas marsellesas repletas de vinos oscuros y dulces, hilos de fina lana -pues símbolos de las divinidades femeninas eran el olivo, el aceite y la rueca- , flautas, panderos, e instrumentos de música, además de grandes odres  del famoso vino fenicio de Biblos. Y trajeron también sus uvas dulces de moscatel y sus aceitunas hasta estas tierras ibéricas de esparto, ciprés y romero. 

Quizás los antiguos griegos llegaron también a nuestras tierras, atraídos por el olor especiado de nuestro romero, porque en Grecia todavía es costumbres que los muchachos enamorados acudan a las fiestas con una ramita de romero en la oreja. Y, a cambio de llevarse el romero, los griegos nos dejaron una ofrenda de vino. Una noche anclaron sus naves cóncavas en nuestro mar “oscuro como las lias del vino”, cantaron los himnos del ruidoso Dionisos (el de cabeza adornada de hiedra y laurel), encendieron sus hogueras en la costa y desembarcaron sus odres. En su misterioso canto nocturno, los navegantes hablaban de una tierra lejana, comparando los gemidos del viento con el griterío de las ménades locas servidoras de Dionisos, que corren por las montañas agitando el tirso. 

Es maravilloso pensar que todo el Mediterráneo es patria: pan, aceite, vino, olor y fruta, desde Los trabajos y los días de Hesíodo hasta la Odisea de Homero. El Mediterráneo es así y, por eso Tito Livio lo llamaba Mare Nostrum, porque era como el patio interior de las primeras civilizaciones y culturas antiguas del Oriente Próximo, de Egipto, de Israel, de Grecia, de Roma, del Islam y de las costas meridionales europeas.

Nuestros pueblos son blancos y huelen a azahar y a romero, a jazmín y a limón. Nuestros veleros, armados con aparejo latino, parecen gaviotas en el mar. Nuestras iglesias tienen cúpulas, a veces decoradas y pintadas como las postales más ingenuas y esplendorosas de Mykonos o de Santorini. Las “formas que vuelan” (la cúpula del Panteón, la majestad de Santa Sofía, la arquitectura de Miguel Ángel y Brunelleschi) se imponen en nuestra cultura mediterránea a las “formas que pesan”. El vuelo de la metafísica, el donaire de la música y de la poesía, el impulso de la danza, el equilibrio de la justicia y del pensamiento, el salto maravilloso del progreso, la mística y el Barroco fueron nuestros delirios geniales.

[Recuerdos de una mar amadaFragmentos] Arturo Pérez-Reverte, España, 1951

Yo nací junto al mar, yo nací en una ciudad donde el mar Mediterráneo está muy presente. Mis recuerdos primeros son yo mismo jugando a la orilla del mar, viendo pasar los barcos a lo lejos, las velas por el mar, esos tíos que bajaban de los barcos con tatuajes y esas mujeres que fumaban y te hablaban de tú en los puertos.

En mi infancia siempre está el mar, el puerto, los barcos, la familia de marinos en el Mediterráneo que es mi verdadera patria. En la de mi padre hubo muchos capitanes de la Marina mercante. Me pasé la vida escuchando hablar de naves, naufragios, buques torpedeados. Todo eso más el barrio de Escombreras, donde crecí al aire libre, jugando, se mezcla y me conforma una manera de ver la vida.

Entonces, yo me asomaba al mar Mediterráneo, pero aún no formaba parte de ese mar, eran los libros los que me completaban lo que me faltaba, yo leía y decía `un día me iré por ahí, un día viviré aventuras y viajes, y a lo mejor hasta naufrago y desembarco en puertos…`, ese tipo de cosas. Los libros fueron los que me hicieron pensar que el mar era un camino.

Para mí, hay una patria que no me engaña nunca, con la que no me equivoco, y es el Mediterráneo. Yo nací junto a ese mar y por lecturas, por la vida y por muchas razones, el Mediterráneo es mi patria de verdad. Por esas aguas vino todo: la filosofía, los dioses, las legiones romanas, la épica, la literatura. Por ellas llegaron hasta el vino y el aceite de oliva

Hace poco he vuelto a navegar por el Mediterráneo. Antes lo he hecho también por otros mares, pero con la edad he vuelto a este para quedarme; ya he dicho que es mi patria. Echar el ancla bajo un templo griego, bucear en un campo de ánforas romanas, navegar junto a un castillo turco, son cosas que me hacen sentir muy bien. En el Mediterráneo no veo una playa o una torre de apartamentos, estoy viendo a Ulises, al mar de Homero, las naves turcas. Navegar es un magnífico recorrido por la memoria y por la cultura. Para mí no es un acto lúdico o deportivo, para mí es algo cultural.

En el mar descubrí que es el mejor espejo de la vida. El mar no es malo en sí, pero el viento lo convierte en muy malo. Por eso te obliga a una continua vigilia, siempre tienes que estar mirando aquella nube oscura a lo lejos. Cada Titanic tiene su iceberg. Creo que siempre hay que tenerlo presento. El mar mata mucho, pero mata sobre todo a los imbéciles.

Antes un puerto era un lugar fascinante, lleno de barcos, de gente tatuada que bajaba y hablaba lenguas extranjeras, al menos yo lo veía así cuando era niño, de tascas, de prostitutas, de cargadores, de pícaros, de gente que se buscaba la vida… Ahora no son más que explanadas en las que se aparcan contenedores y los barcos amarran durante tres horas para cargar y se van, cualquiera puede llevar un barco apretando botones. Toda esa vida del marino mercante que he conocido por mi familia, por mis amigos, por mí mismo cuando era pequeño, toda esa vida ya no está. Lo que he hecho ha sido recogerla y jugar con ella.

[Mar polifónico] Aurora Luque, España, 1962

“El Mediterráneo es un mar polifónico, viejísimo, oracular, con orillas punteadas de ciudades espléndidas y caóticas, no ricas en oro, sino en complejísimas sabidurías vitales. Es un mar que habla, que no para de hablar y de contar historias. Muchas han sido sus bocas y muchos sus portavoces. Pocos mares tan hablantes, tan conversadores, tan desbordados de leyendas, relatos y mitos. […] Este mar es protagonista de una de las literaturas que más amo, la de la Grecia antigua. No puedes leer a Homero y no sentir el golpe del olor de aquel mar, su yodo y su salitre. Quizá el mar sea como un gran antepasado que mantiene su voz viva, como un gran abuelo colectivo y, tan titánico, amparador y sabio. Creo que continúan hablando desde el fondo sus nereidas, anfitrites, escilas, circes, calipsos, gorgonas, parténopes y demás plobladoras antiquísimas. […] El Mediterraneo es historia, memoria hiriente, palestra, puente, camino inestable, espejo de desiertos que se miran en él, espejismo a distancia, trimchera de odios, foso, fosa injusta, inundación castálida, madriguera de piratas, residencia de dioses ciertamente inmortales…”

Mediterráneo. Año cero. Fragmento. Luis Bagué Quilez, España, 1978

Existe un Mediterráneo otoñal en versión Friedrich que nos habla de la pequeñez del hombre ante las magnitudes de una naturaleza insondable, y un Mediterráneo veraniego en modo Baudelaire, que diluye al sujeto postmoderno en una sudorosa muchedumbre disputándose el privilegio de la primera línea y empleando como adarga una sombrilla tornasolada. No cabe duda de que confluyen varios mediterráneos en el Mediterráneo. Uno de ellos es el decorado intrahistórico de las vacaciones familiares, en las que el tiempo se volvía infinito y elástico. Otro nos recuerda que nuestra condición mamífera funciona con la batería de la luz solar. Y otro nos pone los pies en la arena cuando las medusas son bolsas de plástico hinchadas de polímeros y la espuma un reguero de cerveza barata. 

Incluso podemos concebir el Mediterráneo cargado de hibris trágica: el mismo Mare Nostrum que fue la cuna de la civilización grecolatina y que alumbró la peripecia de Odiseo se convierte ahora en la mortaja de una Europa que también se ha transformado en un concepto líquido.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

***Miguel Díez R, el Viejo Profesor, es licenciado en Teología, Filosofía y Filología Hispánica (Especialidad Literatura Hispánica).

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