Querida Ouka:
Recuerdo cómo chocabas en aquella España que emergía, en esas exposiciones en donde hacías que propios y extraños hablaran de ti. Inconformista, tenaz, abierta, siempre dispuesta a crear sobre tu imagen esos trazos de tu pintura descrita, la misma que alimentaba con color el escenario en blanco y negro en donde habías encontrado una foto porque realmente no te gustaba.
Me recuerdo también —cuando tan solo era una niña— hablando contigo cuando ya hacía pinitos con mis fotos y de la mano de nuestro común amigo, el también pintor José Ignacio Summers Dalré, hijo de Ricardo Summers Isern, conocido por Serny (el retratista del rey), os escuchaba como si del manantial brotara la belleza de cuanto habíais visto. Ambos grandes artistas.

También soy capaz de evocar que en Cibeles —ese lugar emblemático de Madrid— montaste el pollo de la época cuando llegaste a detener el infernal atasco de Alcalá para poder realizar tu mural «Los leones de La Cibeles», que hasta el mismo Ayuntamiento patrocinó. Luego vinieron otros momentos, esos que elegías cuidadosamente para pintar con acuarela sobre tus imágenes eso que habías fotografiado; imágenes como «las gamberras» o esas otras que exponías sin editar.
La España de la Transición poco a poco aceptó a la fotógrafa-pintora o a la pintora-fotógrafa. Aristócrata transgresora, raramente se cuestionó tu valía porque eras de otro tiempo y —en ese que te tocó vivir— aprendiste a nadar y a guardar la ropa, porque desde el barrio pijo en donde eclipsabas las miradas, enseñaste a ver eso que tanto te hacía crecer y allanaste el camino de los que vinimos después, haciendo eso que entonces se llamaba arte; eso que difícilmente se veía si no sabías qué diafragma tenía. Exposición tras exposición, la madrileña de ascendencia vasca de los Allende de Neguri, hacía lo que realmente te daba la gana, acaso pintar fotos desde los 19 años. Solo eso, tan solo eso…
Criada en un entorno social alto, entre las monjas del Sagrado Corazón y las profesoras de Montealto, pegabas poco entre tanta movida y te resistías —aún ahora— a ser etiquetada como la fotógrafa de esa época. Eras algo más, una pintora frustrada o una fotógrafa ceñida a los cánones del despertar de un país que daba palos de ciego.

Te rodeó la cultura que te trasladó tu familia; la poesía por tu tío Jaime Gil de Biedma; la fotografía por tu hermana Patricia y los contrastes sociales y culturales de esos ochenta madrileños en donde todo se cocía porque era nuevo. Llamada Ouka por tu pareja, El Hortelano, firmabas con tu espíritu noble y único dejando que la paleta de colores se cargara tu foto. Yo no lo entendía entonces porque amaba el blanco y negro como tú, pero al ir viéndote crecer en el arte, descubrí lo abstracto y lo ecléctico en esas composiciones complejas en donde el color asentaba cuanto habías visto.
En aquel entonces pocos sabían decir tu nombre —y leo que ahora tampoco—; no te creas que lo han aprendido, querida. Escuché todas las formas posibles y probables de decir tu apelativo y todo me chocaba porque tú realmente, para los demás, eras Bárbara Allende Gil de Biedma. Artista, poeta, pintora, fotera en ese Madrid que tan poco te entendió y que jamás volverá.

Te has marchado tras seis décadas y un lustro y me resulta doloroso saber que poco a poco, van desapareciendo esas personas en las que alguna vez me miré. Demasiado pronto para cargar el carrete y ponerte a disparar ahí arriba. ¿No crees?
Gracias por enseñarme a mirar eso que veías. Vuela alto y descansa ya en la paz del Señor.