Delante de esa mujer octogenaria comprobé que en algún lugar de su mente todo se había perdido. Una desconocida en un banco de una iglesia me confesó que tenía tres mil euros en el bolso. Sucedió hace diez años pero lo recuerdo cada vez que la veo. Siempre me pregunto qué hubiera pasado si no se hubiera sentado a mi lado. Yo lloraba y ella me tendió la mano —tampoco lo olvido— y por eso busque en su móvil el teléfono de algún familiar para poder ayudarla.

—Voy a alquilarme una casa porque yo vivía con mi hijo pero este se ha casado.

En parte del discurso comprobé que algunas cosas eran ciertas; otras, obviamente no me encajaban. Pasó un sacerdote y le detuve.

—Mire, Padre Gabriel, esta señora me está diciendo que tiene mucho dinero y que va a alquilar una casa.

—Sí, se llama Maruja, Marujita.

—Maruja, vamos a llamar a alguno de tus dos hijos, añadió.

Detrás de esos ojos azules había un atisbo de cordura; esa que se pierde cuando lo que se mira aún se reconoce. Las personas que van perdiendo las referencias terminan por no identificar quiénes son, qué hacen o mejor dicho qué tenían que hacer y en esa soledad del desamparo que permite estar vivo sin saber quién eres, deambulan por las calles de las ciudades acompañados por alguien que no les habla ni interactúa porque solo es un cuidador que al menos los vigila.

El drama del Alzheimer comienza a partir de la quinta década de la vida con esbozos de una cognición maltrecha. Pequeños olvidos; ir a hacer algo y no saber qué; pérdida de la noción del tiempo y otras muchas sensaciones que le hacen preguntarse al paciente si la edad o ese algo, está haciendo de las suyas.

Las demencias, todas ellas, cursan con síntomas parecidos y permiten que lentamente el enfermo abandone lo que era y pase a ser otra persona. Sonríe, reconoce o no y te reconoce o tampoco. Esa mujer, Marujita hoy pasea por las calles de esa pequeña localidad. Al verme le repito las frases con las que solía reirse y dice mi nombre: «Eres Ana, ¿cómo están tus niños?»

En la ternura de sus palabras el encuentro se convierte en un evento demoledor cuando en el instante siguiente ya no sabe quién soy. Solo me quedan dos cosas por hacer: repetirle esa frase que me decía ella o cantarle una copla.

Opto por lo segundo porque decirle eso de: «Ese tiene menos dinero que uno que se está bañando» ya lo he utilizado antes.

Entono a la Piquer mientras enjugo las lágrimas que me brotan al preguntarme lo injusta que llega a ser la vida. Hace diez años de esto. Es ya nonagenaria. Está sana, canta por la calle; lleva una pamela en invierno o en verano y casi siempre viste de rojo. Su simpatía arrolladora me conmueve cuando al verla desde el coche me detengo y la grito: ¡Maruja, Marujita! ¡Ana, dónde está Hugo? Pobrecito, me dice.

Se marcha sin saber quién soy porque la demencia, el Alzheimer o lo que sea le arrebata su mente en un instante deja de saber quién es. Es muy triste seguir pero más triste es verlos ir yéndose sin saber quiénes son.

A todos los pacientes de Alzheimer, a todos los que hoy viven demencias de diversa etiología; a sus respectivas familias; a todos desde esta tribuna les mando un fuerte abrazo. La música es lo único que les queda. El reducto imborrable que evoca la memoria de aquello que se amó y que a través de los acordes hace que salgan de nuevo las palabras y lo que ellas supusieron entonces. Acaso lo último que perdemos. Pónganles música, su música…

Qué bonito, qué triste y qué desolador.

«Voy a contarles a ustedes lo que a mí me ha sucedío
Que es la emoción más profunda que en mi vía yo he sentío

Fue en Nueva York, una Nochebuena
Que yo preparé una cena pa’ invitar a mis paisanos
Y en la reunión, toda de españoles
Entre vivas y entre olés por España se brindó

Pues aunque allí no beben por la ley seca
Y sólo al que está enfermo despachan vino
Yo pagué a precio de oro una receta
Y compré en la farmacia vino español
Vino español, vino español

El vino de nuestra tierra
Bebimos en tierra extraña
Qué bien que sabe ese vino
Cuando se bebe lejos de España

Por ella brindamos todos
Y fue el fin de aquella cena
La Nochebuena más buena
Que soñar pudo un español

Más de pronto se escuchó
Un gramófono sonar
Callar todos, dije yo
Y un pasodoble se oyó
Que nos hizo suspirar

Cesó la alegría
Ya todos lloraban
Ya nadie reía
Todos lloraban

Y oyendo esta música
Allá en tierra extraña
Era nuestros Suspiros
Suspiros de España»

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