**Miguel Díez R. «El viejo profesor», para Prensa Social.
“Campos de Castilla” se abre con el poema titulado “Retrato”, verdadero pórtico del libro y, en cierta manera, independiente del resto de los poemas; en él Machado declara sus principios estéticos y morales.
Como apunta Bernard Sesé, es un retrato impregnado de un tono de gravedad altiva, de serenidad y sencillez, y el modelo queda sugerido apenas por algunos rasgos de su apariencia física, por algunos aspectos de sus efusiones sentimentales, captado esencialmente en su devenir desde la infancia hasta la muerte.
Pero también puede responder a una moda del Modernismo, a principios de siglo, que dio origen a numerosos poemas en que los autores exponían su credo poético, a imitación de “Art poétique” de Paul Verlaine. Por esta razón, y como bien se ha apuntado, hay en estos versos cierta pose de moda literaria -visible en la alternancia de gravedad e ironía que es muy importante discernir para interpretar bien el texto.
Comienza el poeta recordando su juventud en Sevilla, su temprana relación con Castilla, su vida sentimental, la serenidad, lejos de cualquier extremismo, su bonhomía personal y, luego, las referencias a su poética.
Aunque Machado participó del Modernismo, no se entregó a juegos externos, puramente decorativos, sino que eliminó lo accesorio y vacuo -los ecos– y buscó la palabra verdadera, portadora de su propio sentir -las voces. Le era indiferente la adscripción un movimiento literario determinado, pero sí es consciente de que la verdad de su verso no se encuentra en la elaboración o dominio técnico, sino en la fuerza expresiva de la propia voz.
A Machado le repugna un arte sin contenido, el virtuosismo de la forma. En su proyecto del discurso que preparaba para su ingreso en la Academia Española, formula con claridad esta idea: soy poco sensible a los primores de la forma, a la pulcritud y pulidez del lenguaje, y a todo cuanto en literatura no se recomienda por su contenido.
En las siguientes estrofas aparece el Machado introspectivo que mira dentro de sí mismo, el que se precia de vivir del propio trabajo y el que, premonitoriamente, sabía que había de morir ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar.
En efecto, así murió Antonio Machado, en una pensión, en tierra extranjera y despojado de todo —hasta de su patria—; y se cuenta que su hermano José encontró en los bolsillos del viejo abrigo del poeta unos papeles arrugados. Allí estaba, escrito a lápiz, su último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia”, que curiosamente, y de alguna manera, nos recuerdan los dos primeros versos de este “Retrato”.
**Miguel Díez R, el Viejo Profesor, es licenciado en Teología, Filosofía y Filología Hispánica (Especialidad Literatura Hispánica). Díez R.
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último vïaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.