Por Miguel Díez R.*
Nuestro Mar, el Mediterráneo, «azul, inmenso, hermoso, siempre cambiando según la hora o el viento», es este mar «infinito», según lo denominaba Ulises; y como dice Manuel Vicent, «El Mediterráneo es mi territorio a la hora de recuperar literariamente el paraíso perdido». Pues bien, este paraíso se ha convertido en un gran cementerio para miles de inmigrantes; y otros muchos cientos de personas que malviven (en esa gran Nada que existe a uno y otro lado de las fronteras), en bosques próximos y destartalados, en espera del gran salto a través del Mediterráneo. Hay familias que nunca sabrán el paradero de sus seres queridos. Hay tumbas sin nombre y dolor rojo que a raudales se vierte en nuestras azules y luminosas aguas mediterráneas.
Morirás en el mar con tu cabeza golpeada por las rugientes olas y tu cuerpo meciéndose en el agua como un barco perforado. En la flor de la juventud te irás antes de cumplir los 30 años. Salir tan temprano no es una mala idea, pero sí lo será si la muerte te alcanza solo, sin que ninguna mujer te envuelva con su abrazo: «Déjame que yo te abraze en mi ancho pecho, déjame lavar la suciedad de la miseria de tu alma».
Abdel Wahab Yousif («Latinos»), poeta sudanés, ahogado en el Mediterráneo cuando una lancha neumática repleta de inmigrantes africanos se hundió en el mar, poco después de zarpar de Libia rumbo a Europa.
Y este mismo mar se está degradando a marchas forzadas, debido a que muchas especies costeras y marinas están en peligro y aumentan las invasoras, los acuíferos son contaminados con agua salada por la subida del nivel del mar, los vertidos de basura plástica, los caladeros sobrexplotados…
Postrimerías
Aquel día ya lejano en que en un restaurante de moda pedí unos salmonetes de roca y descubrí que uno de ellos llevaba una colilla de Winston en la tripa, supe que el fin del mundo, tal como lo habíamos conocido, estaba cerca. Entonces atribuí a un capricho el que hubiera salmonetes que fumaran rubio, pero hoy los peces no solo fuman, se tragan el humo y lo expulsan por las agallas, también comen ya toda clase de plásticos y compresas con absoluta normalidad. Hubo un tiempo en que las barcas de arrastre del Mediterráneo pescaban ánforas y en casos de más fortuna sacaban a flor de agua en las redes entre peces plateados algunas divinidades naufragadas. Eran aquellos días dorados cuando gran parte de la mitología y de la historia se hallaba en el fondo del mar y pensar en el abismo aún servía para purificar la mente.
Ahora un creciente albañal de detritus ha invadido el lugar que antes ocupaban los mármoles de nuestros dioses sumergidos junto con los arrecifes que formaban los trirremes fenicios, las goletas sarracenas, las carabelas y paquebotes de descubridores y piratas. Los pulpos gigantes que atacaban a Ulises son hoy los miles de millones de toneladas de plásticos que flotan sobre el espíritu de las aguas y amenazan con crear nuevos continentes. El mar podrido es ahora el espejo deformante donde se refleja nuestro inconsciente colectivo.
El fin del mundo no llegará con una lluvia de fuego anunciada por las trompetas del arcángel ni será producto de las enormes calabazas de una guerra nuclear. Este planeta puede acabar ahogado bajo el insondable cúmulo de mierda que expele la humanidad. Nuestra alma es biodegradable, pero el plástico es inmortal. La catástrofe vendrá acompañada de algunos prodigios. Estará uno feliz en el chiringuito y de pronto saldrán del mar algunos salmonetes con un cigarrillo en la boca a pedirte fuego.
Manuel Vicent, (El País, 31/3/2019)
*Miguel Díez R, el Viejo Profesor, es licenciado en Teología, Filosofía y Filología Hispánica (Especialidad Literatura Hispánica).
Final del libro en preparación: «Los Mares y Nuestro Mar»