Estamos en 1981 y la gran industria del cine norteamericano no sólo ha sobrevivido a la revolución de la década de los años 70, que acabó para siempre con el modelo de los grandes estudios, sino que se aprestaba a afrontar una lucrativa década.
Ya nunca volverían apoblar las pantallas las producciones de los Grandes Estudios (Metro Goldwyn Mayer, 20th Century Fox, Columbia, etc) y su cine extraordinario, artificioso e irreal, cine elaborado con eficacia, artesanía y talento, cine facturado con eficiencia industrial, basado en el fomento del culto a las grandes estrellas, los finales felices y el glorioso blanco y negro.
Desde finales de la década de los 60 una serie de (por aquel entonces) jóvenes talentos habían asaltado el sagrado templo de Hollywood desafiando la primacía y monopolio de los grandes estudios con películas que reflejaban la realidad y sus cambios. Películas, como por aquel entonces se decía, desagradables y sucias que, sin embargo, contaron con el refrendo masivo del público joven. Películas que hoy, en el siglo XXI, consideramos clásicos y, a sus creadores, genios.
Solo nombrar las películas y sus creadores da una medida de que aquel asalto de nuevos cineasta supuso toda una revolución. Así, en los años 70 de la pasada década, se estrenaron por citar solo algunas: los dos primeras partes de El Padrino de Francis Ford Coppola, la inmortal recreación en clave mítica —como si de una drama shakespeariano se tratase— de la cúpula de la mafia de origen siciliano de los años 50; Alguien voló sobre el nido del cuco la desolada mirada a un manicomio (tema tabú para el Hollywood clásico) de Milos Forman; Taxi Driver, de Martín Scorcese un nada complaciente recorrido, filmado como un documental, por los bajos fondos de la gran ciudad visto a través de la indignación de un pobre hombre; La Naranja Mecánica, la virulenta y tensa adaptación por Stanley Kubrick, el extravagante y maniático director inglés, de la polémica novela homónima de Anthony Burgess, sobre los límites de la libertad de pensamiento; la intimista y sobria El Cazador y la wagneriana y barroca Apocalypse Now, ambas atroces (y brutales) reflexiones sobre la guerra de Vietnam, creaciones de Michael Cimino y Francis Ford Coppola (otra vez).
Era un nuevo cine, visceral, sincero y descarnado que reaccionaba contra el artificio, la artimaña y el oficio del viejo cine de los años 40 y 50. O, al menos, eso parecía entonces. Por una parte, dados los buenos resultados en taquilla, los grandes estudios, los grandes inversores no tardaron en taparse las narices y acoger en su financiero seno a los cineastas rebeldes con la promesa de gigantescas producciones y, por otra, aquellos jóvenes rebeldes tenían entre sus filas a dos caballos de Troya, a dos cineastas que ,con dos películas, en apariencia inocuas cambiaron, radicalmente, el concepto de cine de masas, hablo, claro, de Steven Spielberg y George Lucas, quienes con Tiburón y, sobre todo, La Guerra de las Galaxias películas indispensables que ––hasta hoy llega su influencia–– devolvieron al cine su carácter de espectáculo de masas irreal y escapista. No deja de ser una proeza, cuanto menos curiosa y llamativa, en miembros de una generación que defendía un cine diferente y comprometido y aborrecía a los grandes magnates del show business envueltos en traje y corbata, justo en lo que ellos se convirtieron, a pesar de usar gorras de béisbol y chaquetas de leñador.
De alguna manera, el viejo Hollywood se reencarnaba produciendo películas de catástrofes y de viajes interplanetarios, donde antes había facturado melodramas y musicales y, en consecuencia, revivía una nueva edición del star system, esta vez formado por actores y actrices intensos y turbulentos. Actores y actrices que hoy son legendarios y, en aquel entonces, hace treinta años, empezaban a exigir proyectos para su lucimiento exclusivo, actores y actrices, entonces treintañeros, hoy legendarios: Dustin Hoffman, Diane Keaton, Robert de Niro, Al Pacino, Meryl Streep …y Jack Nicholson.
Nicholson a quien aún, en el año 2011, reconocen los cinéfilos más recientes porque aún en 2011, encabeza carteles reciclando ese personaje, en el que se ha especializado, de viejo verde, calavera, rijoso y encantador, y que le permite perpetuar su vigencia en la cumbre del mundo del espectáculo sin tener que recurrir a papeles infames como los que aceptan sus compañeros de generación como, por decir los más relevantes, Dustin Hoffmann (¿quién le iba a decir, en su momento álgido, que aceptaría roles como los de suegro fumado en Los Padres de Ella o de mago infantil en el Imperio de Mr. Magorium); Al Pacino (encadenando, con interpretaciones tan sobreactuadas como desinteresadas, thrillers rutinarios e inocuos) o el otrora gigante Robert de Niro, quien acepta cualquier papel con tal de que le permita desplegar reconocibles muecas, disminuir su prestigio y aumentar su cuenta corriente.
Eso es hoy. Volvamos a 1981, cuando Jack Nicholson era un actor que no se creía lo que le había ocurrido en la década pasada. Después de deambular durante más de una década (su primera película The Cry Baby Killer es de ¡1958!) por producciones baratas y experimentales y de serie B, la década de los 70 le regaló papeles de personajes intensos, turbulentos e inquietantes, y desquiciado, como el desamparado detective de Chinatown (Roman Polanski, 1974), el demente de la citada Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1974) y el frenético psicópata de El resplandor (Stanley Kubrick, 1979), que le habían conseguido la aceptación y pleitesía de las audiencias de todo el planeta.
El público le adoraba, era el momento de buscar un proyecto a medida, que hiciera que su estrella resplandeciera, si cabe, aún más y, para atar todos los cabos, participaría en la financiación de la película, vía Lorimar, una pequeña productora, para asegurarse un (más que) jugoso bocado de la recaudación.
Así, se buscó un proyecto que no podía fallar; si se creaba y concebía con sensatez y profesionalidad. Una nueva adaptación de El Cartero siempre llama dos veces que evitaría tanto la descarnada sordidez de la versión de Luchino Visconti, como la artificialidad de la versión protagonizada por Lana Turner.
A David Mamet, un afamado dramaturgo, se le adjudicó la tarea de convertir la urgente novela de poco más de 100 páginas en un guion que primase las escenas intimistas y cuyos diálogos revelasen al espectador el lento relaciones convirtió la escasa novela de James M. Cain en un guión eficaz, que primaba entre los dos protagonistas, la ardiente e insatisfecha Nora y el irresponsable vagabundo Nick.
Era, entonces, primordial encontrar una actriz que supiera encarnar, con la carnalidad, desafío y arrogancia que ofrezcan recompensa y justificación suficiente para que un hombre aceptase, sin conciencia o razón, abandonarse a su amor de tal manera que cometer un doble asesinato fuera consecuencia lógica e inevitable de tal pasión. Fue Jessica Lange ––una actriz, por aquel entonces incipiente, que había demostrado su sex appeal en una superficial y macrocefálica adaptación de King Kong y su encanto, como oponente de un travestido Dustin Hoffmann en Tootsie, una deliciosa comedia de enredos y equívocos–– la elegida, y cumplió con creces su papel.
Bob Rafelson y David Mamet plantearon su versión de El Cartero siempre llama dos veces como la narración de una historia de amor, los elementos criminales (el intento de asesinato y el definitivo asesinato de marido de Nora) y los policíacos (la investigación judicial sobre el crimen) empalidecían ante el fascinante desarrollo de la historia de amor, despojada de moralidad y acribillada de intensidad, entre de Frank y Nora (o , mejor dicho, Jack Nicholson y Jessica Lange, tal es el arrebato con el que se identificaron con sus personajes) que transcurre desde el incandescencia inicial (hay una generación, la mía —disculpen la confidencia adolescente en los 80— que nunca olvidará el erotismo de una mujer embadurnada de harina) al desprecio, a la aceptación, a la complicidad y a la, definitiva (e ilusoria) felicidad doméstica.
La filmación ,buscando la veracidad en exteriores, los decorados meticulosos que procuran la recreación indiscutible de un bar de carretera y su entorno durante la crisis del 29 se ven, contrastados con la fotografía, en tonos sepia del gran Sven Nyskist (director de fotografía de, nada menos, Ingmar Bergman y Woody Allen), que concede un tono de postal añeja, idílica y lejana a la película y refuerza —por contraste— la irrealidad y quimera de esa historia de amor que juega con el espectador y le hace ponerse de parte de, paradójicamente, los amantes criminales.
Como saben , la novela y las anteriores versiones de la película, culminan con el juicio —y condena al personaje de Frank como culpable, después del accidente de automóvil que acaba con la vida de Nora, como símbolo de una especie o suerte de justicia implacable , que ejecuta a los amantes prohibidos. Bob Rafelson desdeña esta interpretación y la película culmina con un plano largo, estremecedor, en el que Jack Nicholson solloza, arrodillado e inconsolable, ante el reciente cadáver de Jessica Lange, tras el inesperado azar que le arrancó la vida.
La cámara se acercará a ofrecer un plano cercano que refleja las dos manos; la mano alerta del hombre que se aleja, despidiéndose de la mano yerta y ensangrentada de la mujer con quién pensó que podría encontrar la felicidad. Los títulos de créditos romperán la mirada del espectador lógicamente fascinado y deslumbrado, después de haber presenciado una extraordinaria e vigorosa película .
Poco podría imaginar, James M. Cain —aquel oscuro autor de novelas populares de corte policíaco que soñaba con ser un enorme escritor— que su título El Cartero siempre llama dos veces —esa novela «barata» que él despreciaba, que escribió para recaudar unos dólares— se convertiría en una frase común; y que sobre esa historia de un amor condenado, enajenado, culpable y fatal, se seguiría hablando tantas décadas más tarde.