Dr. Pedro Gil Corbacho* para Prensa Social.
¿Por qué un joven piloto decide estrellar un avión con 150 ocupantes, en su mayoría muchachos? ¿Por qué alguien comete suicidio? ¿La depresión supone un riesgo de cometer suicidio? ¿El ser humano es intrínsecamente bueno o malo?
Según pudimos leer en aquel momento, Andreas Lubitz estaba en tratamiento por depresión, quizás temía perder su carrera como piloto por un problema de desprendimiento de retina y tal vez atravesaba un período de ruptura de pareja. En este sentido, las preguntas que nos hemos formulado sobre el psiquismo humano son inquietantes y para encontrar respuesta hay que buscar en su profundidad.
Tener una depresión no se elige, sucede.
Afirmaba Freud en Consideraciones actuales sobre la guerra y la muerte, escrita a raíz de la devastación de la Primera Guerra Mundial, que el ser humano lleva dentro de sí un asesino potencial que, bajo determinadas circunstancias emerge dejando tras de sí un saldo de destrucción. Hay pocas dudas, especialmente después de la II Guerra Mundial de que esto es cierto, y de que la «banalidad del mal», según describía Hannah Arendt puede emerger del interior del psiquismo de las personas «normales».
Por otra parte y fuera del ámbito bélico, recordamos consternados, noticias de ciudadanos «normales» como M. Dutroux, W. Prikopil o J. Frizt, secuestradores, abusadores, torturadores y asesinos de niñas y jóvenes en países europeos como Bélgica y Austria, que durante años y años estudiaron y prolongaron sus delitos.
Expresa Freud en este sentido que el hombre jamás llega a erradicar los impulsos destructivos de su psiquismo, que responden a la propia naturaleza originaria y sólo cabe reprimirlos, inhibirlos o sublimarlos. Desarrolla en El malestar en la cultura que lo que constituye la base de la civilización supone la imposición de ciertas metas que inhiben la satisfacción de esos impulsos primitivos, lo que genera poderosos sentimientos de culpa si desaparece dicha inhibición. Es este un círculo vicioso donde se debate el individuo, pues si permite esos impulsos se transgreden las normas de convivencia aceptadas en la cultura y si se asfixian totalmente, algo propio también se extenúa. En la consulta del analista, su origen, encauzamiento y límites suele ser una tarea a ser elaborada por el analista y el paciente.
Pero cabe tener pocas dudas acerca de la naturaleza y origen de estos impulsos. Los primeros analistas de niños se sorprendían al observar actitudes y comportamientos extremadamente crueles y agresivos en niños de corta edad y fantasías de gran ferocidad desarrolladas con los juguetes que, como sustitutos humanos, servían para el desarrollo de la actividad terapéutica.
Por otra parte, en la profundidad del psiquismo también existen representaciones idealizadas de seres extremadamente bondadosos, sabios y bellos que han tenido plasmación en el universo mítico y existencia en la tradición o cultura popular.
Ambas tendencias están presentes desde el nacimiento, esto es, son universales y es gracias al amor materno como el niño va saliendo de un estado de indefensión y terror y como va encontrando soporte y seguridad en la existencia. Si predomina el vacío y el abandono, estas traumatizantes experiencias no se categorizan sólo de forma neutral, como un fondo psíquico, sino también personificadas en figuras internas y atemorizantes en el psiquismo, y tenderán a ser proyectadas en el exterior.
El mundo se convierte así en un lugar inhóspito que se odia porque aterroriza, persigue y excluye.
Esta dinámica de amor a un ser idealizado y odio a un ser denigrado, como desarrolló la psicoanalista Melanie Klein, es un campo de batalla psíquico donde la madre ejerce un rol esencial, ya que ella misma es protagonista insustituible de este juego de pasiones extremas, pues cuando satisface las demandas infantiles es intensamente amada y cuando frustra, odiada. El niño va alcanzando así paulatinamente una maduración que se va consiguiendo por la intrincación de estas pulsiones, siendo las experiencias de odio atemperadas y neutralizadas por las de amor y quedando así la figura materna incorporada al interior del psiquismo de forma menos idealizada, tal y como expresaba Winnicott, como una madre suficientemente buena.
El vacío que se produce en el psiquismo por no haber logrado la instauración de una figura interna de amor y sostén puede generar posteriormente un efecto permanente de inconsistencia y futilidad, y producir estados de ánimo asociados a la depresión, donde se atraviesan períodos de pérdida de confianza en sí mismo y en las personas que le rodean, desesperanza y negras perspectivas sobre el futuro y donde el suicidio aparece como una forma de salida.
El devenir de este metabolismo psíquico en relación con la madre o figura sustituta, cristalizará en una estructura de personalidad donde un buen objeto materno se habrá incorporado como fondo de seguridad, amor y validación propios, o bien no se habrá logrado, quedando el psiquismo del individuo carente de esa seguridad, de forma que en períodos de crisis, se activan las inseguridades, terrores y pulsiones agresivas que subyacen en el interior de todo psiquismo. En estos períodos el individuo es mucho más proclive a manifestar algún tipo de trastorno de angustia o del estado de ánimo que necesitaría tratamiento. Pero ese tratamiento no debería limitarse a la prescripción de psicofármacos o a la aplicación de técnicas excesivamente superficiales que no abordan la profundidad del problema.
Millones de personas en todo el mundo atraviesan circunstancias parecidas. El libro verde de la Comisión Europea evalúa en un 30 por ciento el número de ciudadanos que necesitan o necesitarán tratamiento psiquiátrico a lo largo de su vida. Una cifra realmente elevada. La inmensa mayoría superan su trastorno y continúan con su vida de antes, como sucede con cualquier otra enfermedad.
En este sentido, como expresa T. Szasz, el diagnóstico psiquiátrico no debería usarse como estigma o etiqueta frente a los pacientes. Eso sí, el propio paciente debería responsabilizarse de su trastorno o de sus conflictos y demandar una ayuda terapéutica de suficiente profundidad como la que le brinda el psicoanálisis.
*Pedro Gil Corbacho es médico psiquiatra y psicoterapeuta.